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Roberto Salinas León

El misterio económico

Las reformas económicas llamadas de “mercado” se han convertido en el chivo expiatorio de la pobreza que impera en Latinoamérica. Esas reformas representan las recetas del llamado “consenso de Washington”, que recomienda el ajuste fiscal, disciplina monetaria y apertura de las fronteras como los pasos para transformar a economías subdesarrolladas en centros de prosperidad.

El gran mito de ese consenso, mejor conocido bajo el término “neoliberalismo”, es que una economía de mercado se puede constituir de la noche a la mañana por medio de un decreto, de un diseño preconcebido elaborado por tecnócratas iluminados, sin el trabajo institucional que implica cambiar las reglas del juego, reconocer la importancia de la igualdad de oportunidades o la infraestructura jurídica necesaria para intercambiar bienes y servicios. En las palabras del Premio Nobel Douglass North, “instituciones reducen la incertidumbre al dar una estructura básica para la actividad económica y la vida cotidiana”.

El libro del economista peruano Hernando de Soto, El misterio del capital, es una extensión de esta tesis sobre el requisito de un marco claro y predecible de “reglas del juego”. En ausencia de tales reglas, de un orden jurídico de derechos de propiedad, surge el fenómeno del capital muerto, nombre dado al enorme residuo de activos, de riqueza potencial, que no se puede transformar en capital y que mantiene a las clases marginadas en un estado de pobreza perpetua.

Bajo esa situación, una vivienda, una microempresa, un predio, un activo, no se puede utilizar para conseguir un préstamo, para obtener liquidez, para planear, invertir, comerciar, calcular, capitalizar y con ello progresar. Los pobres son dueños de una enorme riqueza de capital muerto, inservible dada la ausencia de un sistema de leyes que permita a los agentes “transportar” sus títulos en el sistema económico y sacarle todo el provecho posible a la combinación de los factores de producción.

Durante su reciente visita, De Soto presentó los datos de un estudio sobre el capital muerto en México que es lectura verdaderamente obligada para los políticos de “derecha” que se limitan a las fórmulas del consenso de Washington y a los políticos de “izquierda” que persiguen la inocencia romántica de gravar a los ricos para aumentar el gasto social. El capital muerto, en las palabras de De Soto, incluye los activos que “sólo sirven como herramienta de trabajo”, pero que no se pueden utilizar para generar inversión o plusvalía. El 80% de la población trabaja con capital muerto: 11 millones de viviendas, 137 millones de hectáreas, 6 millones de microempresas informales.

El valor del capital muerto asciende a más de la mitad del ingreso nacional, 315 mil millones de dólares. Este es el costo de oportunidad del rentismo, de la tramitología, de la discriminación jurídica que sufre nuestra gente. Los mecanismos legales para crear “capital vivo” son inexistentes o implican costos muy altos de transacción; tales costos “exceden la remuneración mensual del mexicano promedio”. Por ejemplo, para regularizar una vivienda son necesarios 79 trámites ante más de una docena de dependencias gubernamentales a lo largo de no menos de ocho meses. Para ejecutar una hipoteca, se requieren 28 trámites a lo largo de 43 meses. Vaya, si un mexicano quiere formalizar su empresa, para operar dentro de la legalidad, tiene que cumplir con 126 diligencias que tardan unos 17 meses, a un costo de más de 12 mil dólares.

Bajo tales realidades jurídicas, el soborno y la informalidad se vuelven condiciones inexorables de nuestro quehacer cotidiano. La gente mide los costos y beneficios, actuando en consecuencia. Ser pobre “es carísimo”. Esta es la razón del misterio económico mexicano, de por qué somos un país tan rico con tanta pobreza: sin un marco de instituciones, de un sistema de derecho facilitador, no existen las bases fundamentales para la formación de capital.

© AIPE

Roberto Salinas León es director de política económica de TV Azteca y académico asociado del Cato Institute.

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