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EDITORIAL

TV local: ¿Quién controla a quién?

Si no se atribuye a la tradicional aspiración de la clase política —sobre todo de la europea, no digamos de la española— por controlar los medios de comunicación —uno de los vicios heredados del totalitario siglo XX—, no podría entenderse por qué el número de televisiones privadas en España que emiten en abierto sólo puede ser de tres —dos y media en realidad—, o por qué las licencias de radiodifusión se otorgan con cuentagotas y pueden revocarse con criterios políticos... todo ello en nombre del “pluralismo informativo”, del “servicio público” y del “interés general”. La teoría económica más elemental —no digamos ya el sentido común más pedestre— indica precisamente lo contrario: restringir artificialmente la oferta es la forma más segura de perjudicar el interés general, y así lo reconocen las autoridades económicas de todos los gobiernos del mundo civilizado, a veces incluso con exceso de celo.

La solicitud de una licencia para emitir, que debería ser un mero trámite administrativo —como, por ejemplo, la inscripción de una marca o una patente que nadie haya registrado hasta ese momento; o mejor aún, la adjudicación de un dominio de Internet, algo que, afortunadamente y por ahora, no depende de la Administración— se convierte en manos de los políticos en un instrumento de control potencial sobre el pluralismo informativo y, por lo tanto, sobre la libertad de expresión, como la experiencia española en la época del PSOE ha demostrado.

Con ser esto suficientemente grave, aún cabe imaginar una situación peor: que sea la presión de intereses privados lo que condicione las decisiones de los políticos. La última defensa que tiene el ciudadano ante la arbitrariedad de los poderosos —ya se trate de políticos, funcionarios o grupos de presión privados— es el imperio de la ley, igual para todos, y a la que todos deben someterse. Huelga decir que el peor de los despotismos es el que se apoya, precisamente, en pretensiones legales, el que aplica la ley selectivamente, según de quién se trate.

Y esto es lo que parece estar sucediendo con la Ley de Televisiones Locales, vigente desde 1995. El Gobierno del PP ha tenido seis años —tiempo más que suficiente— para elaborar el desarrollo reglamentario y el plan técnico de esta ley, imprescindible para poder emitir dentro de la legalidad. Sin embargo, parece que era más urgente para el Gobierno y para la señora Birulés regular un sector —Internet— que funciona perfectamente —como lo harían, por otra parte, la radio y la televisión— sin la tutela de los políticos.

Quien mucho abarca, poco aprieta; y la prueba está en que, en el río revuelto de la llamada “alegalidad” de las televisiones locales, que emiten sin licencia a causa de la incuria administrativa, Jesús de Polanco ya ha “pescado” con malas artes setenta emisoras repartidas por toda España que emiten —esta vez ilegalmente— en cadena, exactamente igual que Tele 5 y Antena 3, autorizadas por ley expresamente. Polanco no oculta su intención de disponer antes de 2005 de una emisora en cada localidad de más de treinta mil habitantes, en competencia desleal con las televisiones locales, que tratan de cumplir con la letra de la ley en la medida de lo posible —emisión local y programación local, sin grandes series, películas o espectáculos deportivos—, así como también con las nacionales, que para emitir tuvieron que superar un riguroso concurso.

Es obvio que Polanco, por medio de una política de “hechos consumados”, pretende tener operativa una cadena nacional competitiva, por si acaso tuviera que desprenderse de Canal Plus como condición previa para la fusión de las plataformas digitales. Y, de paso, tener una infraestructura lista para cuando llegue, en 2012, la televisión digital terrestre, lo que le permitirá empezar la carrera por la competencia antes de que el juez dé el pistoletazo de salida. Es decir, la misma táctica que empleó con Canal Plus y la televisión de pago.

Por todo esto, es inaudito que un Gobierno con mayoría absoluta, respaldado por más de diez millones de votos, e inequívoco defensor del estado de derecho en otras áreas, aún no haya tomado cartas en este asunto, habida cuenta de que la ley le faculta directamente para imponer sanciones y, si fuera preciso, para detener las emisiones e incautarse del material que las hace posibles. El hecho de que esté en proyecto una nueva ley que regule el sector, no es excusa ni obstáculo para aplicar la que aún es vigente —como no tuvo más remedio que reconocer Pío Cabanillas— y desarrollar la normativa accesoria que permita aplicarla de forma eficaz, responsabilidades que recaen directamente en la señora Birulés, quien, aunque esté en la lista de prescindibles de Aznar para la próxima renovación ministerial y le produzca pavor enfrentarse al hombre más poderoso de España, debe asumirla plenamente —para eso es la ministra— , en lugar de salirse por la tangente diciendo que la pluralidad "ya está suficientemente garantizada".

De otro modo, habría que sospechar que quien está elaborando indirectamente —y a la medida de sus necesidades— la nueva ley, es el mismo a quien se permite incumplir flagrantemente la que todavía está en vigor. Para eso, sería mucho mejor liberalizar el espacio radioeléctrico, porque si el poder político es incapaz de ejercer un control — a todas luces innecesario— , es preferible que nadie — y menos quien aspira a constituir un monopolio mediático— lo ejerza en su lugar.

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