Menú
EDITORIAL

Sedición sindical

El lunes, un portavoz de UGT anunció que no habría servicios mínimos, puesto que en una convocatoria de huelga general sólo deben decretarse estos servicios para cubrir derechos esenciales, entendiendo por tales los desplazamientos en los que no sea posible utilizar el vehículo privado, es decir, sólo para los enlaces con la Península desde las islas o a través del Estrecho.

Aunque, posteriormente, el secretario general de la Federación de Transportes, Comunicaciones y Mar de UGT, José Javier Cubillo, desautorizó a su portavoz indicando que los servicios mínimos para el 20-J incluirán todos los transportes en función de las franjas horarias, no hay que olvidar que el portavoz de CCOO también se ha pronunciado por la paralización de todo transporte que no sean los enlaces con la Península, por lo que no cabe hacerse muchas ilusiones a este respecto, habida cuenta de que la Ley Orgánica del Derecho a la Huelga, que debería regular el ejercicio de este derecho sin lesión de otros derechos fundamentales como el de circular libremente por el territorio nacional —también recogido en la Constitución— aún está por redactar, constituyendo una de las grandes asignaturas pendientes de todos los gobiernos de la democracia. Además, hay que tener en cuenta el peligroso precedente del laudo favorable a los trabajadores del transporte público barcelonés, que dejaron a la Ciudad Condal sin servicios mínimos durante una semana y que, probablemente, no serán expedientados —tal y como recomienda el laudo— por incumplirlos.

Por todo esto, quedan pocas dudas de que los piquetes en el 20-J se dedicarán principalmente a “informar” a los trabajadores del transporte público de la conveniencia de secundar la huelga, por evidentes razones de economía de esfuerzo. Si los piquetes sindicales consiguen impedir que circulen trenes, autobuses, barcos y aviones, ya no tendrán necesidad de “convencer” a quienes no les quede más remedio que permanecer en su casa, los cuales, además, Méndez y Fidalgo contabilizarán como huelguistas que apoyan su aventura desestabilizadora.

Si ya de por sí la convocatoria de una huelga general tiene siempre connotaciones político-subversivas —pues su objetivo es forzar la mano al Gobierno para que cambie su política— la amenaza sindical de paralizar el país por completo y por medios coactivos —recuérdense las ruedas pinchadas, las lunas rotas y las bolas de acero lanzadas de la última huelga de transportes en Madrid— si el Gobierno no se aviene a sus dictados es ya un acto de abierta sedición contra un poder legítimamente constituido. Algo que, al parecer, le importa poco al PSOE, que editará 300.000 dípticos para explicar las razones de la huelga y organizará actos en todas las comunidades autónomas. Zapatero, por exigencias de un guión elaborado por González y Cebrián, ha ido abandonando paulatinamente la línea de la “oposición serena y responsable” para adoptar la versión clásica de la confrontación permanente con el Gobierno; y con su “apoyo moral” a la huelga ha dado el paso definitivo hacia la ortodoxia socialista, para la que, salvo el poder, “todo es ilusión”.

Sin embargo, con su apoyo a la huelga, Zapatero se la juega esta vez mucho más que cuando abandonó a Redondo Terreros a sus enemigos, cumpliendo las instrucciones del tándem González-Cebrián. Si la huelga un tiene éxito aplastante (poco probable), se atribuirá a los sindicatos y no al PSOE. Por el contrario, si acaba en fracaso, las probabilidades de que el leonés pise un día la Moncloa se habrán quedado reducidas prácticamente a la nada

Temas

En Libre Mercado

    0
    comentarios