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EDITORIAL

No basta con empatar

Desde el primer momento en que se hizo público el proyecto de reforma del subsidio de desempleo y la rotunda oposición de los sindicatos al mismo, las mayores energías del Ejecutivo han ido dirigidas a dejar patente, más que la conveniencia de las reformas, su disposición al “diálogo” con los sindicatos y a negociar con ellos todas y cada una de las medidas propuestas. Esta actitud tenía hasta cierto punto su lógica política. Evidentemente, es el Parlamento el que tiene en democracia la legitimidad para llevar a cabo las reformas legislativas, sin embargo, qué duda cabe que llevarlas a cabo con el beneplácito y el consenso de la patronal y los sindicatos facilita el cambio y lo hace más conveniente de cara a la opinión pública.

Sin embargo, también fue evidente desde el principio que los sindicatos no querían negociar absolutamente nada al responder convocando, nada más y nada menos, con una huelga general y al advertir, con tono amenazante, que la única forma que el Ejecutivo de Aznar tendría de evitarla sería la retirada incondicional y completa del proyecto de reforma. Era evidente —como lo es ahora— que una concesión parcial no iba a satisfacer a los sindicatos, y transigir en todo no sólo hubiera significado para el Gobierno renunciar a unas medidas necesarias y convenientes para incentivar el empleo, sino algo mucho más grave como es renunciar a los proyectos propios y traicionar el funcionamiento de la democracia que da poder decisorio a los representantes políticos y no a los agentes sindicales.

Como si esta circunstancia no fuera evidente para ambas partes, el Gobierno insistió, sin embargo, en ese discurso que evitaba defender en sí misma la reforma y que ponía el acento en su disposición de negociarla. El ministro de Trabajo parecía incluso listo para transigir ante los sindicatos después de la huelga, lo cual —sin saber aun que resultados va a tener su convocatoria— translucía una rotunda falta de convicción en la conveniencia y bondad de las reformas.

Visto lo visto por parte de los sindicatos, insistir en esa vía del intento de consenso por parte del Gobierno no sólo ninguneaba su legitimidad, sino que impedía una defensa abierta de todas y cada una de las medidas. Se pretendía con ello, —dicen— dejar constancia de la intransigencia de los sindicatos, pero no se veía el riesgo de que con ella calara en la opinión pública la idea de que los sindicatos tenían razón en serlo. El Gobierno insistió torpemente en confiar únicamente en que el clima social y económico que vive España no justificaba una protesta “tan radical” como es una huelga general, dando la impresión de que una marco de bienestar general podía contrarrestar medidas puntualmente perjudiciales. El único sondeo hecho público hasta el momento sobre la opinión de los ciudadanos en esta cuestión ha reflejado la contradicción a la que ha arrastrado al Gobierno su afán de consenso no correspondido: La mayoría cree que las medidas justifican una huelga, aunque esa misma mayoría dice que no participaría en ella. Si a esa contradictoria actitud, unimos el más que probable ilegal incumplimiento de los servicios mínimos y la acción coactiva de los piquetes, el Gobierno no debe confíar en los datos objetivos de la situación socioeconómica para evitar el éxito de la convocatoria sindical.

Aznar, aunque esperemos que no sea tarde, ha parecido darse cuenta de lo errado de mantener ese tono claudicante y de intentar contentar a los que no se van a contentar. Con determinación y firmeza, el presidente ha afirmado ayer que “ninguna amenaza va a impedir que el Gobierno saque adelante su política económica” y ha pasado a defender la reforma del subsidio no como algo que pueda contrarrestar la bondad del resto de su acción política sino en consonancia con la misma. El presidente ha aceptado así el aparcar el consenso y sustituir su atractivo por el que tiene la ambición y la determinación en los proyectos. Al hilo de la amenaza de huelga, pero en un símil futbolístico, Aznar ha advertido que para el Gobierno hubiese sido más fácil "replegarse y buscar el empate. Y de eso nada, porque queremos ganar el partido". Ciertamente es lo bueno que queda por hacer, más que lo que ya se ha hecho, el mejor aval para defender estas reformas. Si los sindicatos tozudamente quieren ser un lastre en esa tarea, ya era hora que el Gobierno les ofreciera la mano, pero para aceptarles y ganarles el pulso.

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