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EDITORIAL

20-J: el día de la coacción

En un sistema democrático, el poder coercitivo del Estado está limitado por las leyes y por las urnas. Si bien los impuestos son coactivos, el contribuyente tiene, al menos en principio, la posibilidad de juzgar en unas elecciones generales si las leyes y los impuestos son los adecuados y si se han empleado correctamente. En definitiva, el contribuyente juzga en última instancia el buen o el mal uso que el Gobierno ha dado al poder coactivo que se le ha confiado. Sin embargo, puesto que el contribuyente no tiene el recurso de las urnas para controlar la gestión de los sindicatos —que cobran del Presupuesto hagan lo que hagan—, éstos adquieren de facto un poder coactivo irrestricto y, en principio, ilimitado, de cuyo uso no tienen que responder ante los ciudadanos, trabajadores en su inmensa mayoría. Un poder extraño a la naturaleza de un estado democrático y de derecho, el cual emplean al servicio de un ideal político ya periclitado: el socialismo.

Ello explica por qué los sindicatos no defienden los genuinos intereses sociales y económicos de los trabajadores y por qué no se han tomado la molestia, no ya de aprender siquiera las nociones más básicas de la ciencia económica, sino de tomar nota de la miseria económica del socialismo real o del estancamiento y decadencia del modelo intervencionista del estado del bienestar, fabricante en serie de parados. Apoyar cualquier medida que aligere a las empresas de trabas y costes innecesarios que impiden el crecimiento económico, la acumulación de capital y, consiguientemente, el incremento del empleo y de los salarios no entra dentro de sus cálculos, puesto que son medidas contrarias a su ideal político. Jamás se ha oído de ningún sindicalista proponer para favorecer la creación de empleo, por ejemplo, la reducción de las cotizaciones sociales, que suponen un 30% de los costes laborales de las empresas. Tampoco se les ha oído defender nunca la supresión de las barreras al despido, que actúan también como barreras a la contratación y, por tanto, como impedimento a la creación de empleo. Ni qué decir tiene que también se oponen ferozmente a que los trabajadores puedan elegir y disponer libremente del plan de pensiones que mejor se ajuste a sus deseos o necesidades. Los sindicatos se aferran a las cotizaciones sociales —de las cuales se nutren indirectamente— y al sistema público de reparto, típico del colectivismo socialista, que fomenta la dependencia del trabajador del poder político de turno y lo convierte en juguete de demagogos y en servil solicitador de favores políticos y de “protección” sindical.

Los “servicios sindicales” no cotizan en el mercado. Por eso se han quedado obsoletos —si es que alguna vez fueron verdaderamente competitivos— y son de una pésima calidad, como ocurre con los que presta quien sabe que su “cliente” tendrá que pagarlos quiera o no. Como no están dispuestos a cortar el cordón umbilical que les une con el Estado para poder seguir haciendo política al margen de las urnas, y sabedores de que su supervivencia depende, no de la eficacia de sus servicios, sino de la eficacia con que se apliquen en la coacción, los sindicatos se ven en la necesidad de exhibir de vez en cuando —como hacen los caciques, los mafiosos y los matones— la potencia de sus músculos —el pretexto es lo de menos— para intimidar a los representantes de quienes “deben” pagar por sus “servicios”.

Y mientras no haya un Gobierno que se atreva a promulgar una Ley Orgánica del Derecho a la Huelga, que esté dispuesto a garantizar eficazmente el derecho al trabajo —al menos con la misma intensidad que aplica a la defensa del derecho de huelga— y que ose cerrar el grifo del dinero público a quienes lo emplean para extorsionar al conjunto de la ciudadanía, poco importa que ningún artículo de la Constitución reconozca el “derecho de veto” sindical a la política del Gobierno. La silicona en las cerraduras, las lunas rotas, las ruedas pinchadas y la intimidación a la puerta de los centros de trabajo de todos aquellos que se nieguen a ser “informados” de la conveniencia de claudicar ante el chantaje se encargarán de llenar esa “laguna” de nuestra Carta Magna.

En Libre Mercado

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