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Emilio J. González

Pulso en el sector eléctrico

La polémica está servida. En el debate sobre las necesidades energéticas para los próximos años, el Gobierno acaba de poner una señal: según el secretario de Estado de Energía y PYME, José Folgado, la tarifa eléctrica aumentará en los próximos años por debajo de la previsión de IPC, lo que quiere decir que no se incrementará probablemente más del 1% anual. De esta forma, el Ejecutivo pone fin al sistema anterior de evolución de la tarifa según el IPC-X, lo que se conoce como “price cap” para pasar a calcularse con una fórmula que tendrá en cuenta la evolución de la demanda eléctrica y los tipos de interés. Y eso no ha gustado nada a las compañías del sector, que reclaman otro método de cálculo y subidas más elevadas.

El argumento que emplea el Gobierno para justificar su decisión es que, en primer lugar, quienes tienen que salir beneficiados son los consumidores, no las eléctricas y, en segundo término, que lo que tienen que hacer las compañías del sector es ser más eficientes si quieren ganar más dinero. El Ejecutivo, en cierto modo, tiene razón. En el sector eléctrico es muy difícil introducir competencia porque se requieren inversiones muy costosas y porque las infraestructuras necesarias para la producción y el transporte de energía convierten al mismo en una suerte de monopolio natural. Si a ello se une que España es prácticamente una isla energética que sólo puede suministrarse de electricidad en cantidades suficientes para atender la demanda a través de Francia, entonces el telón de fondo está completo. Por tanto, como la competencia es difícil en el sector, las empresas han actuado como si fueran monopolios, lo que ha sido posible gracias, también, a una reordenación del mapa eléctrico llevada a cabo en la década de los ochenta por los Gobiernos socialistas que convirtió a cada eléctrica poco menos que en la dueña y señora del ámbito geográfico en que estaba instalada. En estas circunstancias, las eléctricas carecían de incentivos para ser eficientes y dedicaron sus beneficios a inversiones en otros sectores en vez de ampliar cuantitativa y cualitativamente sus instalaciones. De ahí que el Gobierno quiera presionarlas para que sean más eficientes.

Las eléctricas, por su parte, alegan que si no han invertido más en el sector es porque con la bajada de tarifas la rentabilidad era muy baja o, incluso, negativa, con lo cual no se invirtió en el sector y se desviaron los recursos a otras colocaciones más rentables. Además, dicen que el Gobierno las discrimina respecto al gas y piden que se les aplique una fórmula similar a la que sirve para calcular la tarifa del gas natural, que incluye también, entre otras cosas, la evolución de los precios de las materias primas energéticas, muchas de las cuales se utilizan en el proceso de producción de electricidad. Las compañías, por tanto, también tienen su parte de razón porque si la retribución a las inversiones no es suficiente porque la tarifa es baja, nadie invertirá, que es lo que ha pasado en los últimos años.

¿Dónde está la solución a este problema? Probablemente en un punto intermedio entre las dos posiciones porque si bien las eléctricas tienen que aceptar que, después de tantos años beneficiándose de una situación de monopolio en sus respectivos mercados, ahora eso se acabó y deben ser más eficientes sin que esa eficiencia se logre a costa del consumidor –para eso, entre otras cosas, el Gobierno aprobó en la pasada legislatura los famosos CTCs, aunque lo cierto también es que las compañías apenas los han cobrado–. Pero el Ejecutivo también debe entender que en los últimos seis años, según sus propios datos, la tarifa eléctrica ha bajado casi un 40% y eso ha hecho daño a los márgenes empresariales de las eléctricas. La cuestión es dónde está el punto de encuentro, y su situación dependerá de quién tenga más fuerza en el pulso que se acaba de entablar entre el Ejecutivo y las eléctricas.

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