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EDITORIAL

Alierta: recobrar la cordura

La fiebre de los tulipanes, que vivió Holanda en el siglo XVII; la Compañía del Missisipi y la de los Mares del Sur, a principios del siglo XVIII; así como el crack de 1929, tienen un claro denominador común con lo que se ha venido a llamar “Nueva Economía”: la “creación de valor” para el accionista sobre la base de exorbitadas expectativas de beneficios futuros, alentadas por directivos poco escrupulosos a quienes no les importaba endeudar a sus compañías y vender humo con tal de que el valor de mercado de sus acciones no parara de subir... para vender en el momento oportuno antes de que todo el mundo se diera cuenta de que sus empresas no eran más que fachadas de promesas sin sustancia.

El mercado ha premiado generosamente a Telefónica por su regreso a la “aburrida” economía tradicional. Aun a pesar de que la operadora que dirige César Alierta ha cosechado el pasado ejercicio las mayores pérdidas de la historia empresarial española, la vuelta al reparto de dividendos, el reconocimiento de que los proyectos de telefonía móvil de tercera generación (UTMS) en Alemania, Suiza, Italia y Austria no producirán en un futuro próximo los resultados apetecidos y el abandono en general de la estrategia de “crear valor” para el accionista a base de compras espectaculares financiadas con fuertes endeudamientos y reinversión de beneficios –impulsada en la era Villalonga–, han devuelto la confianza a los inversores.

César Alierta ha anunciado que Telefónica volverá a repartir dividendos en 2003 y que provisionará –es decir, llevará a perdidas– las inversiones europeas en telefonía móvil de tercera generación. De este modo, los dos obstáculos principales que frenaban la cotización de la operadora han sido removidos, ya que el crecimiento futuro de la compañía y la cotización de sus acciones quedarán asentadas, a partir de ahora, sobre bases más sólidas.

Cuando la acción de Telefónica llegó a cotizar a 32 euros en el punto culminante de la era Villalonga, muy pocos prestaron atención a que, a ese precio, estaban comprando los beneficios futuros de los próximos 30 o 40 años; o lo que es lo mismo, estaban adquiriendo una inversión que produciría –de cumplirse las risueñas expectativas que circulaban por entonces– como máximo poco más de un 3% anual, mucho menos de lo que ofrecían los bonos del Estado y la deuda mejor calificada. Y con el agravante de que la compañía –aceptando el dogma entonces incuestionable de la creación de valor en Bolsa– no practicaba la “anticuada” costumbre de que repartir dividendos. Todo se confiaba –al igual que sucedió en 1929– a la revalorización diaria de los títulos, o lo que es lo mismo, a que los inversores siguieran creyendo que merecía la pena pujar por una inversión que, en el mejor de los casos, no ofrecería resultados hasta después de una generación.

Una vez concluida la “fiebre del oro” –con sus secuelas de fraudes contables destinados a mantenerla e incrementarla–, y vueltos los índices bursátiles de todo el mundo a los cauces de la sensatez y la cordura –esto es, una vez que vuelven a reflejar el valor real de las empresas y su capacidad para producir beneficios distribuibles–, el reconocimiento de los errores pasados y el propósito de enmienda son el mejor bálsamo para recuperar la senda del crecimiento y curar las secuelas de los excesos cometidos. Esto es, precisamente, lo que ha puesto en práctica César Alierta en Telefónica.

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