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Lucrecio

Conde en el país de los Bacigalupos

Financieros y políticos forjaron la mayor red de corrupción de la España contemporánea: la que marcó los años de la euforia felipista; aquellos a lo largo de los cuales –Solchaga dixit– este país se convirtió en el paraíso del enriquecimiento rápido. Mario Conde fue uno de los pilares de aquel alegre festín de los años ochenta. El otro fue González. Hubo, en medio, muchos: a izquierda, a derecha o centro. Eran los felices tiempos en que el modélico –Pujol dixit– empresario De la Rosa podía ufanarse de tener a toda la clase política en nómina: de la cúspide a la base del Estado. Probablemente, era cierto.

Algo distinguía a Conde de los otros. Él quería ser rico, por supuesto, inmensamente rico. Pero quería algo más. Olvidando el axioma elemental de que al dinero le conviene siempre ser anónimo e invisible, Conde sucumbió a una torpe pasión de nuevo rico: la vanidad. Toda foto, todo sarao, toda majestuosa compañía le era deseable; hasta el ridículo pasmoso de empecinarse en obtener aquel bobo título de doctor honoris causa por la Complutense, que no podía mover sino a la carcajada. De la vanidad al ridículo, la frontera es muy tenue. Conde la transgredió más allá de lo sensatamente imaginable en alguien a quien, al menos, debiera suponérsele la astucia imprescindible para quien ha hecho, en un tan corto plazo, semejante fortuna. Es, para mí el verdadero enigma. Mas, si respuesta tiene, debe de ser psiquiátrica.

De vanidad en vanidad, Conde cedió a la tentación más suicida: tomar en propias manos el curso de la política. Desde que el capitalismo es capitalismo, todo poderoso de verdad (todo gran financiero) sabe que la política es la sección de seguridad del poder económico. Que es cosa de empleados de segunda, a los que se paga sueldo desproporcionado por su fidelidad. Que nunca esos empleados romperán las reglas de sumisión que los ligan a quienes financian sus partidos y sus campañas electorales. Y que si algún político alguna vez se pone remiso, no hay más que tirar de billetera. Sin las enormes cantidades de dinero que su funcionamiento exige, la vida de un partido político es, en las sociedades actuales, imposible. Y el poder real, el económico, es absoluto en la medida misma que invisible.

Violó la norma, Conde. Con una torpeza loca. Apostó por barrer a los empleados: PP como PSOE. Y por tomar en manos propias el trabajo sucio que sobre los profesionales de la máquina de Estado delega siempre cualquier capitalismo medianamente sensato. Movió las fichas para un jaque mate. Y no dejó más opción a PP y PSOE que la de jugar más rápido y dar ellos el jaque primero. Fue un duelo a muerte. Conde lo perdió, como pudieron perderlo los otros. Moralmente, eran intercambiables. A eso se reduce todo.

¿Los jueces? Los jueces hicieron lo que siempre hacen en este país nuestro. Aguardar al final de la batalla entre los grandes y tomar partido entonces a favor del ganador. Y atizarle bien duro al vencido. Con la coartada impecable de que, en este caso, fuera quien fuera el vencido, sería, con seguridad, un malísimo bicho.

¿El porrazo más sañudo? Bacigalupo, por supuesto. Él sí que sabe de engaños a Hacienda.

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