Menú
EDITORIAL

El monopolio resultante

Por bien intencionadas que sean las intervenciones del poder político para garantizar la competencia en los mercados y el interés general, lo cierto es que, en muchas ocasiones, además de perjudicar el interés general, antes tienden a favorecer indirectamente la concentración empresarial y los monopolios que a fomentar la libre concurrencia. Y es que, a la propensión habitual de los gobernantes hacia el exceso de regulación y la “acción directa”, se unen los errores conceptuales sobre los que se articulan las instituciones, directivas, leyes y reglamentos que tienen por objeto velar por la buena salud de los mercados.

Identificar el interés general con la existencia de un mínimo determinado de competidores, forzando legalmente su existencia, suele traer como efecto perverso la merma de la calidad y de la cantidad de los bienes y servicios presentes en el mercado, así como también unos precios más elevados. La existencia de un alto número de competidores con pequeñas cuotas de mercado no es garantía de mejores servicios o de precios más baratos. Para darse cuenta de ello, basta con comprobar que los hipermercados y los grandes almacenes, en general, suelen ofrecer precios y calidades mucho más ventajosas que las que pueden dar los pequeños comerciantes. Por tanto, la clave no es tanto el número de los competidores, sino la ausencia de barreras de entrada –y de salida– al mercado. En estas condiciones, la posible existencia de monopolios que abusen de su poder de mercado es efímera, y suele deberse a alguna innovación tecnológica o empresarial que los competidores potenciales no tardan en imitar y mejorar, tal y como, por ejemplo, le sucedió a IBM en el mercado del ordenador personal

Los monopolios duraderos y sus efectos perversos suelen ser consecuencia –voluntaria o involuntaria– de las regulaciones, trabas, prebendas o concesiones que impone el poder político. Quizá, los ejemplos más claros son los mercados de la televisión y la radiodifusión, que dependen de concesiones administrativas más o menos arbitrarias, orientadas a garantizar no tanto la competencia y el pluralismo como el control político indirecto de los medios. Sucedió con la exclusiva de la televisión de pago que el gobierno de González concedió a Jesús de Polanco, la cual sirvió de base privilegiada para la creación de Canal Satélite Digital, la primera operadora de televisión vía satélite.

El gobierno del PP cometió la torpeza de imitar la estrategia de González y Polanco, impulsando desde el poder, a través de Telefónica, la creación de Vía Digital con el objeto de “garantizar” el pluralismo y la competencia en un nuevo sector que, hoy por hoy y atendiendo a criterios empresariales –sobre todo después de la crítica situación financiera en que las pujas con trasfondo político por los derechos del fútbol han colocado a ambas operadoras–, sólo admite la existencia de un operador. Hubiera sido mucho más sensato –si de verdad se quería fomentar la competencia y el pluralismo– eliminar las numerosas trabas legales a la creación de nuevas emisoras de radio y televisión.

Pero una vez que Bruselas ha devuelto al Gobierno la pelota de la fusión de las plataformas digitales, Rato tendrá que asumir la ingrata responsabilidad de bendecir una fusión que ha devenido inevitable –como hoy han manifestado los inversores en la Bolsa–, algo que contrastará agudamente con la prepotente intransigencia que mostró ante la fusión de las eléctricas, cuyos supuestos perjuicios de cara al “interés general” eran mucho menos evidentes.

No obstante, el Gobierno aún tiene una buena ocasión para demostrar que vela por el interés general poniendo coto a la flagrante ilegalidad con que Polanco ha convertido a LOCALIA en una televisión nacional en abierto. Aunque sólo sea para mantener la apariencia de pluralidad mediática y de igualdad ante la ley.

En Libre Mercado

    0
    comentarios