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EDITORIAL

Que no cunda el mal ejemplo

En los momentos más agudos de las recesiones siempre reaparece el fantasma de Keynes exhortándonos a apagar el fuego con gasolina o, más propiamente en estos casos, a combatir el frío con aire acondicionado. Aun a pesar de que la experiencia ha demostrado que el recurso al déficit presupuestario no hace sino petrificar la recesión, agravando sus males, o generar algo todavía peor como es una inflación galopante, muchos políticos y economistas siguen recomendando el déficit público como una salida “indolora” hacia la prosperidad.

Huelga decir que en épocas de recesión no se crea riqueza con tanta velocidad como en tiempos más prósperos, y que la primera víctima de las vacas flacas son los mercados bursátiles, los sensibles sismógrafos que detectan con antelación las convulsiones de la economía –como ha sucedido hoy la depreciación del real brasileño y la posible victoria electoral de Lula Da Silva, así como también con las consecuencias que para el precio del petróleo pueda traer la guerra contra Irak. La consecuencia lógica de todo esto es que, si no se quiere comprometer el crecimiento futuro con deudas y altos tipos de interés ni poner en peligro la estabilidad de la moneda, es preciso gastar menos –o incrementar el gasto con menor velocidad– que en épocas de bonanza. Aunque pueda discutirse si el origen de las crisis está en la economía real o en la economía financiera, de lo que no cabe duda es de que las políticas de déficit público y las trabas legales a los ajustes requeridos por la economía real, las agravan y las prolongan.

Las tradicionales “locomotoras” económicas del mundo (EEUU, Japón y Alemania) han coincidido en un periodo recesivo, circunstancia que no se producía desde hace veinticinco años. Sin embargo, las formas con que afrontan la ralentización del crecimiento económico son bien distintas. Mientras que EEUU procura mantener equilibrado su presupuesto y flexibles los mercados de los que dependen los ajustes –como el laboral–, Japón ha hecho todo lo contrario durante la última década –no es preciso insistir en los resultados–, y Alemania lleva camino de hacer lo mismo. Los resultados son esclarecedores: Japón y Alemania no llegarán ni a rozar el 1% de crecimiento económico para este año, mientras que EEUU superará con creces el 2% y empieza a presentar –aun a pesar de la crisis de confianza provocada por el hundimiento de las tecnológicas, por el 11-S, por el caso Enron y por la incertidumbre sobre el ataque a Irak– indicios de recuperación.

España, que ha aplicado las recetas ortodoxas, es uno de los pocos países de la OCDE que puede presentar un crecimiento económico que no sea simbólico. Por ello, tanto Aznar como Rato, insisten en Europa –con toda razón y oportunidad– en la necesidad de mantener equilibrados los presupuestos y realizar las reformas estructurales necesarias para salir cuanto antes de la crisis y retomar la senda del crecimiento económico sostenido. Después de las severas correcciones bursátiles y de las quiebras de los países emergentes, el valor de las empresas europeas y norteamericanas refleja con mucha mayor exactitud su capacidad real de generar beneficios, por lo que últimas fuertes caídas de los índices a ambos lados del Atlántico probablemente tienen más que ver con una sobrerreacción ante la incertidumbre de la guerra contra Irak y la mala situación en los países del Cono Sur –que, por cierto, nunca equilibraron sus finanzas públicas, ni siquiera en época de bonanza– que con factores que influyan más directamente en la salud financiera de las empresas.

No es momento, pues, de buscar atajos hacia la senda del crecimiento por la vía del déficit público, sino de perserverar en el equilibrio presupuestario y en las reformas estructurales.

En Libre Mercado

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