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EDITORIAL

De decretazo a reformita

De decretazo a reformita

El fracaso de la huelga general del 20-J hubiera sido una excelente oportunidad para reducir a la mínima expresión la capacidad de las burocracias sindicales para ejercer el chantaje político y reconducirlas hacia su terreno natural y legítimo, que no es otro que el de la representación y asistencia de los trabajadores en sus relaciones laborales. Sin embargo, como en Perejil, el Gobierno ha optado por ceder terreno después de la victoria, quizá por temor a que lo acusen de prepotente, intransigente o de tener “escasa sensibilidad” para el diálogo.

No tiene mucho sentido combatir una huelga general aprobando por decreto la reforma contra la que esa huelga se convoca, para después, una vez fracasada, negociar con los derrotados importantes aspectos del contenido de la ley. A no ser que los “matices” que el sustituto de Juan Carlos Aparicio está dispuesto a negociar con los sindicatos –principalmente la definición de “oferta de empleo adecuada” en función de las circunstancias personales, para la que probablemente serán necesarios esos 16.000 nuevos funcionarios que el PSOE quiere en el INEM, el tratamiento del PER y los salarios de tramitación– obedezcan a una operación de imagen del Gobierno, que quiere afrontar las elecciones municipales y autonómicas exhibiendo la foto de la “paz social”, principalmente en Extremadura, tierra de PER, donde el PP tiene una buena oportunidad de desplazar al incombustible Rodríguez Ibarra. Las encuestas que maneja el Gobierno indican que, a pesar de todo, el PSOE y los sindicatos habrían ganado la batalla de la propaganda en el 20-J –sobre todo, gracias a las escasas dotes de comunicación del Gobierno en general y de Aparicio en particular, así como también a la nefasta política de medios de comunicación que ha llevado a cabo Aznar–, deteriorando la imagen moderada y dialogante –de “centro”– tan querida y buscada por Aznar.

Pero quizá el aspecto más importante para los sindicatos, y donde más insistirán en las negociaciones que comenzarán el próximo 7 de octubre, sea la supresión de los salarios de tramitación. Para los sindicatos, que venían obteniendo aproximadamente un 10% de los salarios de tramitación a través de sus servicios jurídicos y en concepto de honorarios por los pleitos de despido ganados a las empresas, que el trabajador comience a percibir su prestación por desempleo desde el mismo día en que es despedido –lo que en muchos casos es preferible a esperar durante largos meses a la resolución del pleito, aunque lleve aparejada el “extra” de los salarios de tramitación– es casi una tragedia que explicaría en cierto modo la insólita intransigencia sindical previa a la huelga. Y no es probable que vayan a contentarse con la “agilización de los trámites” prometida por Zaplana, que tampoco favorece sus intereses. Insistirán, mientras les dejen, en que se trata de un abaratamiento encubierto del despido –necesario, por otra parte, para seguir creando empleo– y tratarán de obtener alguna compensación por la disminución de sus ingresos.

En materia de empleo –como en fiscalidad y educación–, las grandes reformas prometidas por el PP se van a quedar en meros retoques (si bien en la buena dirección) del “statu quo ante”, pues nadie ha mencionado siquiera la posibilidad de rebajar las cuotas de la Seguridad Social (un 30% de los costes laborales para las empresas), quizá una de las medidas más eficaces y sencillas de llevar a la práctica para crear empleo y que goza del mismo soporte teórico que la famosa “curva de Laffer” –una bajada de impuestos puede incrementar la recaudación–, la cual sirvió de teórico para acometer las magras reformas fiscales ejecutadas por el gabinete Aznar. Sin embargo, aquí tropiezan también los intereses de la burocracia sindical, que se nutre de ese porcentaje de las nóminas dedicado a la formación profesional –los famosos cursos fantasma del FORCEM– y no está dispuesta a hacer el “experimento”. Y es que, mientras el Gobierno se empeñe en seguir cediendo por motivos de imagen al chantaje “social”, será imposible llevar a cabo verdaderas reformas. Todo lo más, retoques o reformitas.

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