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EDITORIAL

Claudicación gratuita

La firmeza que el Gobierno demostró en la defensa de la reforma de las prestaciones y subsidios por desempleo hizo concebir las mejores esperanzas de que el mercado de trabajo en España acabaría dotándose de la flexibilidad necesaria para seguir creando empleo. Además, cuando el Ejecutivo de Aznar afrontó sin titubeos la huelga general del 20-J –aprobando previamente por decreto el texto para que no hubiera duda de lo irreversible de sus intenciones– y las “movilizaciones” convocadas por los sindicatos fracasaron estrepitosamente, parecía que ese eufemismo del chantaje por la vía de la algarada callejera y la paralización del país llamado “paz social” –esgrimido por los sindicatos como espada de Damocles sobre las cabezas de todos los gobiernos desde la Transición– quedaría relegado para siempre al baúl de los recuerdos.

Pero lo que hubiera cabido esperar como consecuencia lógica de la victoria del Gobierno –esto es, el descrédito y la pérdida de influencia política de los sindicatos, así como el desgaste de Zapatero como alternativa creíble de gobierno–, se ha transformado en apenas tres meses en todo lo contrario. El primer mal síntoma fue el cese Juan Carlos Aparicio. Aun a pesar de que el anterior ministro de Trabajo era el miembro del Gobierno que más se oponía a la “línea dura”, siguió fielmente las directrices de Rato y Aznar. Y su salida del Gobierno, inmediatamente después del fracaso de la huelga, fue una clara señal para los sindicatos de que, a pesar de todo, habían obtenido algún resultado: provocar la caída del ministro de Trabajo. Por tal razón, y aun a pesar de la reputación de “pacificador sindical” que Zaplana traía de la Comunidad Valenciana, Méndez y Fidalgo dejaron bien claro que el cambio de cara les dejaba indiferentes mientras Aznar no mostrara una disposición más “dialogante”. De hecho, el secretario de Organización de CCOO, José Luis Sánchez, advirtió de que la llegada de Zaplana no iba a cambiar “la línea de ruptura” del diálogo social.

En estas condiciones, lo lógico hubiera sido aguardar un gesto conciliador por parte de los sindicatos antes de realizar ninguna oferta de diálogo. El fracaso de la huelga, el éxito de la política económica del Gobierno y cuatro millones de nuevos empleos eran credenciales más que suficientes como para esperar tranquilamente sin hacer absolutamente nada, pues el tiempo corría en contra de los sindicatos, que habían recibido un golpe brutal. Pero la obsesión de Aznar por el centrismo –incompatible, por cierto, con los fastos y los personajes de la boda de su hija–, una especie de inexplicable mala conciencia –como sucedió en Perejil– por recurrir a la firmeza cuando es necesario, un injustificado miedo al escaso poder de convocatoria de los sindicatos (que en la manifestación del pasado 5 de octubre apenas consiguieron reunir a 120.000 personas, muchas de ellas liberados sindicales), la proximidad de las elecciones autonómicas y municipales y el deseo de legar a su sucesor una España “tranquila y en orden” van privar a España de una reforma muy necesaria.

Con todo, si se ha tomado la decisión de ceder, lo que el sentido común aconseja es hacerlo gradualmente, lo más lentamente posible para no generar mayores expectativas de ganancia en el adversario, y salvando de la mejor forma posible la posición inicial. Pero, por lo que se ve, tan grandes son las ansias de Zaplana por conseguir la “foto” con Méndez y Fidalgo para colgarse la medalla de la restauración del “diálogo social” y escalar puestos en el escalafón sucesorio, y tan grande es la necesidad de Aznar de garantizar la “paz social” para que su sucesor no herede un ambiente conflictivo, que ni uno ni otro han resistido la tentación de entregar a los sindicatos, antes de empezar a negociar, el 90% de sus exigencias y de declararse culpables de la ruptura del “diálogo social”. Pero, como no podía ser menos cuando se cede ante el chantaje, los moribundos sindicatos han cobrado ánimos y nuevo vigor. Ahora exigen su programa máximo y amenazan con nuevas “movilizaciones” si el Gobierno no retira el único punto que, de momento, ha quedado incólume de la reforma: la supresión del PER.

El desconcierto de algunos ministros –más pendientes de sus posibilidades sucesorias que de levantarle la voz a su jefe– por esta absurda dilapidación de la victoria en el 20-J se traduce en sus contradictorias declaraciones, pues no saben si deben tratar de ocultar una claudicación en toda regla (Rajoy dice que no ha habido cambios esenciales en el decreto) o de admitirla abiertamente (Rato llega a afirmar que “rectificar es de sabios”). ¿Está admitiendo, pues, el Gobierno que, tanto el contenido de la reforma como su aprobación por decreto-ley fueron dos errores? Si es así, habría que acusar al Gabinete de Aznar precisamente de aquello que pretende evitar a toda costa, esto es, de prepotencia y falta de talante negociador, y pedirle explicaciones por emplear un procedimiento de urgencia como es el decreto-ley para humillar a los “agentes sociales” y vengarse de la convocatoria de huelga la víspera de la Cumbre de Sevilla.

En política, la sustitución de los principios por el puro pragmatismo que, a ojos de los políticos, impone la conservación del poder, a la larga es siempre un error. Sin embargo, malbaratar los principios y los logros obtenidos gracias a ellos a cambio de una vana esperanza que ni siquiera va a aportar los beneficios esperados a corto plazo que de ella se esperan es más que un error: es pura necedad.

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