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EDITORIAL

Rato contra la propiedad

El alto precio de la vivienda en España, ya sea en propiedad o en alquiler, se está convirtiendo en una cuestión de Estado. Desde 1997, el precio de la vivienda nueva en Madrid se ha incrementado en casi un 70%, mientras que el IPC tan sólo ha crecido en torno al 15%. Y en lo que respecta a los alquileres, su subida en los últimos quince años ha sido un 75% superior a la del índice de precios.

A nadie se le escapa que la carestía de la vivienda es uno de los principales factores que influyen en la baja tasa de natalidad española, y que también condiciona la inhibición de la movilidad geográfica hacia zonas de nuestra geografía donde hay escasez de mano de obra en ciertos sectores económicos, como puede ser, sin ir más lejos, el de la construcción. Según la Encuesta Continua de Presupuestos Familiares que elabora el INE, ya en 1998 el capítulo de la vivienda consumía en torno al 30% de los ingresos familiares, un porcentaje que de seguro habrá aumentado considerablemente en estos últimos años, al tiempo que también aumenta la duración media de los préstamos hipotecarios, para poder hacer frente a los pagos mensuales sin demasiados agobios.

Dejando a un lado la desafortunada interpretación del ministro de Fomento, Francisco Álvarez Cascos, sobre las causas del vertiginoso incremento de los precios y los alquileres de las viviendas –la cuestionable nueva riqueza de los españoles y los bajos tipos de interés– ,es obvio que cuando los precios suben persistente y aceleradamente año tras año, ello significa que la oferta es insuficiente. En un mercado libre y competitivo, las subidas de precios que sobrepasan ampliamente la media son fenómenos coyunturales, puesto que atraen la concurrencia de los productores que no tardan en aprovechar las oportunidades de beneficio que éstas implican hasta que la evolución de los precios y los márgenes comerciales, merced a la competencia, queda situada en los parámetros que rigen para el resto de la economía.

Ni el mercado de la vivienda nueva, ni el del alquiler, son libres y competitivos en España. Es de sobra conocido que la legislación vigente limita de modo artificial la cantidad suelo disponible para construir, y que los principales interesados en mantener el statu quo son los ayuntamientos, que obtienen una buena parte de sus recursos a partir de la recalificación de terrenos. Y en lo que concierne a los alquileres, una legislación lesiva para el propietario, que limita extraordinariamente su poder de disposición sobre el inmueble durante cinco años, así como la desesperante lentitud de los trámites jurídicos asociados al desalojo forzoso, explica fácilmente la coexistencia de la escasez y carestía del mercado de alquileres con el gran número de viviendas vacías (se barajan cifras en torno a los 2,5 millones).

Si bien es cierto que la absurda sentencia del Tribunal Constitucional sobre la Ley del Suelo que intentó aprobar el PP ha impedido atajar rápida y eficazmente el principal factor de la carestía de la vivienda, no es menos cierto que el Gobierno no ha mostrado ningún interés por promover una legislación que permita descongelar el sector de los alquileres. Habida cuenta de que la inmensa mayoría de los propietarios de viviendas vacías son particulares que eligen la propiedad inmobiliaria como mejor forma de conservar sus ahorros, los parches como las rebajas fiscales en los ingresos por alquileres tendrán un escaso efecto por sí mismas a la hora de incrementar la oferta; precisamente porque a esos propietarios, con la legislación actual, no les compensa el riesgo y las molestias asociadas a la actividad del alquiler, que para ellos supone un fin secundario.

Por ello, la única forma de poner esos 2,5 millones de viviendas vacías en alquiler sin lesionar injusta y arbitrariamente a los propietarios es garantizarles que su derecho a la propiedad (que en muchos casos significa los ahorros de toda una vida) no será menoscabado o entorpecido por una legislación desfavorable o por la lentitud de la Justicia. Rodrigo Rato, ministro de Economía y vicepresidente del Gobierno, que no hace mucho blasonaba de liberal, sabe perfectamente que esto es así. Sin embargo, convencido por las encuestas de encargo de que para conservar el poder y mantener firme su candidatura a la sucesión debe renunciar a las enseñanzas de la económica liberal y hacerse populista, no se le ha ocurrido nada mejor que gravar con un nuevo impuesto las viviendas vacías, con el objeto de coaccionar a sus propietarios para que las pongan en alquiler.

Es probable que si el impuesto es lo suficientemente gravoso, muchos propietarios se vean obligados a alquilar sus viviendas para poder cubrir los costes. Pero la segunda parte es que la medida coactiva que propone Rato tendrá una influencia negativa en el sector de la construcción, uno de los principales motores de la economía española; pues es probable que los ahorradores reorienten sus inversiones hacia otros bienes o sectores más al abrigo de la demagogia política y fiscal. A lo que cabe añadir las grandes dificultades que supondrá el distinguir entre segunda vivienda y vivienda vacía, que ni siquiera la creación de un cuerpo especial de “inspectores de vivienda” podría paliar.

La experiencia demuestra que en la senda del intervencionismo es muy fácil avanzar, pero muy difícil retroceder. Nadie en el Gobierno lo sabe mejor que Rato, por eso su arranque populista tiene la gravedad del que peca a sabiendas por intereses mezquinos.

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