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EDITORIAL

El “buen gobierno” no es asunto del Gobierno

Las tesis de la tradición liberal, desde los escolásticos de Salamanca, pasando por Adam Smith, hasta Mises y Hayek, podrían resumirse básicamente en que las instituciones necesarias para la vida y el progreso social nacen y se desarrollan de modo espontáneo, sin necesidad de nadie las diseñe conscientemente; siempre y cuando se respeten un reducido número de principios básicos que solemos llamar derechos fundamentales, tales como la vida, la integridad física, la libertad o la propiedad. En otras palabras, la sociedad, a través de las acciones de los individuos que la componen, tiene capacidad de autorregularse a través de los intercambios y los pactos que éstos asumen voluntariamente, y por ello, las normas y leyes que se alejen de la protección de esos derechos fundamentales para entrar a regular en detalle cada aspecto concreto de su ejercicio son, en el mejor de los casos, innecesarias; en muchos de ellos, inútiles; y en la inmensa mayoría, perjudiciales y contrarias a los fines por los que se promulgan. Legislar, básicamente implica obligar, prohibir y, sobre todo, imponer formas de hacer las cosas (instituciones) que impiden a los individuos asumir riesgos y responsabilidades para encontrar soluciones, a través de esos pactos o intercambios voluntarios, más eficaces y menos restrictivas de la libertad individual.

En cambio, la tradición intervencionista –tan vieja como el mundo o, al menos, tan antigua como los gobiernos– sostiene la tesis contraria: la sociedad, sin las leyes y reglamentos que elaboran los gobernantes acerca de cada aspecto imaginable de la vida social, se hundiría en el desorden y la anarquía, que los más fuertes o los más astutos aprovecharían para imponer a todos su voluntad, sus intereses o sus caprichos.

La prueba más elocuente de todo esto es, quizá, el nacimiento del derecho mercantil en la baja Edad Media y el Renacimiento y su posterior desarrollo en los siglos siguientes, sin la intervención (y, la mayoría de las veces, con la oposición) de los gobernantes. Posteriormente, los usos y costumbres de los comerciantes, desarrollados y mejorados constantemente por la experiencia del tráfico comercial, fueron recogidos en el siglo XIX en leyes y códigos como el de Comercio español, los cuales, como la recopilación que Justiniano hizo del derecho consuetudinario romano, perjudicaron más de lo que ayudaron al desarrollo del derecho mercantil, pues a partir de entonces éste quedó completamente en manos de los gobernantes, quienes no pueden sustituir, a menos que sean omniscientes, a la acción autorreguladora de millones de individuos, perfectamente conscientes de sus propias necesidades y de sus intereses.

La alarma y la desconfianza que crean los escándalos como Gescartera, las cuentas secretas del BBV, Enron, Vivendi, etc., ocasionados en gran parte por que los inversores bajan la guardia ante la falsa sensación de seguridad que les ofrece la capacidad reguladora y fiscalizadora del Estado, aportan nuevos pretextos a los gobernantes para hacer aún más tupida la maraña de disposiciones legales que encorseta la actividad económica y el buen gobierno de las empresas. El Gobierno del PP, cuya conversión al credo intervencionista ha sido meteórica en los últimos meses, presentará este miércoles el Anteproyecto de Código de Sociedades Mercantiles, cuya orientación general podría resumirse en que, de facto, sus disposiciones declaran a los accionistas de empresas que cotizan en Bolsa menores de edad e incapaces de administrar sus bienes.

Por tal motivo, el Gobierno considera necesario obligarles a nombrar tutores (consejeros “independientes” que no tengan ningún interés en la empresa, que deberán representar al menos un tercio del Consejo) y establecer normas que los protejan del presidente y de los administradores que ellos mismos han elegido: el presidente del Consejo no podrá presidir la Junta de Accionistas, tampoco podrá ser consejero delegado ni formar parte de ninguna comisión ejecutiva. Asimismo, los miembros del Consejo, cuyo número deberá estar entre 5 y 15, no podrán serlo de más de tres empresas, deberán jubilarse a los 70 años y reunirse al menos una vez al mes.

Por si estas amenazas a la autonomía de voluntad de las empresas no fueran ya suficiente impedimento como para llevar a cabo una gestión ágil y racional (esperemos que el Gobierno aclare quiénes pueden ser esos “consejeros independientes” que nada tienen que ver con la empresa, y por qué habrían de ser menos sensibles a la corrupción que los auditores privados), el Anteproyecto también contempla la figura de las asociaciones de accionistas, a las que faculta para impugnar los acuerdos sociales sin necesidad de poseer una cifra mínima –pero sí máxima, el 0,5%– del capital. No es preciso discurrir mucho para darse cuenta de que cualquiera que desee obstaculizar o hundir a una empresa que cotice en bolsa, podrá hacerlo con sólo reunir a cincuenta “socios” –que fácilmente pueden hallarse en cualquier despacho de abogados de tamaño medio–, con las consecuencias que esto puede tener de cara a la inversión extranjera en España.

Y como broche final, el Anteproyecto concede a la Comisión Nacional del Mercado de Valores facultades de convocatoria y asistencia a las Juntas de Accionistas de las sociedades cotizadas, con poder para suspender e impugnar sus acuerdos. Es decir, impone a las empresas que cotizan en Bolsa la tutela directa de un organismo que no se ha distinguido precisamente (caso Gescartera) por su fiabilidad, eficacia, diligencia o sagacidad.

Por muy abundantes y meticulosas que pretendan ser las leyes, es imposible evitar que se cometan fraudes y estafas. Sin embargo, una legislación tan intervencionista como la del Anteproyecto puede hacer casi imposible el objetivo que pretende, esto es, el buen gobierno de las empresas y la protección de los intereses del accionista, para la que la legislación mercantil vigente ya prevé los instrumentos necesarios. Invertir dinero en Bolsa no es una obligación, como tampoco lo es invertir en propiedad inmobiliaria, en materias primas o en metales preciosos. Por ello, la mejor forma de prevenir los fraudes es la diligencia de los propios inversores –quienes deben desconfiar tanto más de los organismos reguladores que de unos administradores a quienes pueden revocar en cualquier momento– y la aplicación estricta del Código Penal a los defraudadores y los estafadores. Lo demás, no es asunto del Gobierno.

En Libre Mercado

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