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EDITORIAL

Aires de estanflación

La recesión inflacionaria o estanflación surgió en los años 70 del siglo pasado como un incómodo fenómeno económico que el keynesianismo no había previsto. La coexistencia de la inflación con el estancamiento económico no encajaba en un esquema que asocia el crecimiento económico a la inflación, y el estancamiento a la deflación; pues el keynesianismo –al que los gobernantes siempre se arriman en tiempos de crisis– predicaba –y predica– precisamente la inflación del crédito a través del déficit público como receta infalible para salir de la recesión deflacionaria, que se caracteriza por la coexistencia de bajos tipos de interés con el estancamiento económico en un entorno deflacionista, la situación que vive Japón desde hace ya una década y que amenaza también a EEUU.

El largo periodo de crecimiento económico con baja inflación y moderados tipos de interés que han disfrutado las economías occidentales (especialmente EEUU y Europa) desde mediados de la década de los 80, ha conferido al euro –heredero del prestigio del marco alemán y del franco francés– y al dólar reputación suficiente como para que la primera recesión global desde la crisis del petróleo sea de las del tipo “clásico”, como la que vivió keynes en los años 30. Desde que comenzó, en 1998, con el hundimiento de los “tigres” asiáticos, y se agravó en 2000 con el estallido de la burbuja de las tecnológicas, la actual recesión ha sido fundamentalmente deflacionaria.

La forma ortodoxa de salir de las recesiones es reducir el gasto, equilibrar el presupuesto, realizar las reformas estructurales necesarias para eliminar trabas al crecimiento económico (fiscales, laborales, mercantiles, etc.) y dejar que los precios de los bienes de capital bajen lo suficiente como para que se recuperen los márgenes de beneficio. Las bajadas de los tipos de interés (en ningún caso el déficit público) pueden servir de ayuda a las economías saneadas con problemas transitorios de liquidez, pero sólo contribuyen a empeorar la situación (véase el caso de Japón) en economías con serios problemas financieros y estructurales.

Por ello, si los tipos de interés bajos se combinan con el déficit y la ausencia de reformas estructurales –como está sucediendo en Europa–, la recesión deflacionaria puede transformarse rápidamente en estanflación. Especialmente en países como España, cuya economía aún necesita de grandes reformas estructurales. El dato del IPC de octubre, hecho público el jueves por el Instituto Nacional de Estadística, es especialmente preocupante en este sentido. La tasa de inflación interanual se ha colocado en el 4% (dos puntos por encima de las previsiones del Gobierno), mientras que todo indica que el crecimiento del PIB no superará a final de año el 2%. Como suele suceder en todos los procesos inflacionarios, la inflación inmobiliaria –fruto, además de la carestía artificial del suelo, de las facilidades crediticias que impone el BCE para contrarrestar la recesión– ha empezado a dar paso a la inflación en los bienes de consumo. El vestido, el calzado y los alimentos frescos –sectores que, junto con el del automóvil, forman la columna vertebral de nuestras exportaciones– han sido los que más han contribuido a este inesperado y brusco rebrote de la inflación, una situación que, de mantenerse en los próximos meses, podría afectar seriamente a nuestra competitividad y nuestro crecimiento a medio plazo. Con el agravante de que el sesgo de la política monetaria del BCE es hacia la bajada de tipos –algo que inflará aún más la burbuja inmobiliaria en España–, siguiendo la estela de EEUU.

La entrada en el euro, hasta ahora muy beneficiosa en conjunto para la economía española, tiene el inconveniente de que ya no es posible emplear el instrumento monetario para atajar las crisis y los brotes inflacionistas, por ello ha de hacerse especial hincapié en el equilibrio presupuestario y en las reformas estructurales. En este sentido, es posible que Rato y De Guindos tengan parte de razón cuando achacan la negativa evolución de los precios a deficiencias en la regulación del comercio minorista. Las absurdas normativas autonómicas que impiden la apertura de grandes superficies o imponen restricciones a los horarios comerciales son, sin duda, responsables de una parte del brutal incremento en los precios del vestido, el calzado y los alimentos.

No obstante, la regulación del comercio minorista es un asunto menor, habida cuenta de que aún quedan por realizar reformas muy importantes que inciden directamente en los costes de las empresas, como la abortada del mercado laboral, la del sector de la energía (consumidores y empresas siguen pagando la electricidad más cara de Europa a causa de la absurda moratoria nuclear y de la negativa del Gobierno a la fusión de las eléctricas), la liberalización del suelo y una auténtica reforma fiscal que mitigue la penalización de las actividades productivas. Echarle la culpa a los trajes, a los zapatos o a la carne de pollo es tanto como confundir los síntomas con la enfermedad para no tener que abordar las reformas necesarias que eliminen los cuellos de botella del sistema productivo. Rigidez estructural, déficit público y tipos de interés bajos son una receta casi infalible para la estanflación.

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