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EDITORIAL

Ni hablar de las pensiones

Una de las reformas más necesarias y urgentes es la del sistema público de pensiones. Y el mejor momento para debatirla con serenidad es precisamente el actual, cuando desde 1996 se han incorporado al sistema cuatro millones de nuevos cotizantes cuyas aportaciones han alejado transitoriamente la amenaza de quiebra o la reducción progresiva de las prestaciones.

El actual sistema de reparto requiere de flujos crecientes de nuevos cotizantes para mantener a lo largo del tiempo la cuantía y el poder adquisitivo de las pensiones. Si en la actualidad, con la generación del “baby-boom” en edad laboral y con las aportaciones de los inmigrantes, apenas se recauda lo suficiente para pagar las pensiones de las generaciones de la guerra civil, no hay que discurrir mucho para darse cuenta de que dentro de quince o veinte años –muchos menos si la política económica del Gobierno se aleja de la senda de la ortodoxia financiera– la carga financiera de las pensiones comenzará a ser insostenible.

Los planes de pensiones privados complementarios son, ciertamente, una forma de paliar la previsible penuria de las prestaciones del sistema público; y su recomendación y fomento por parte tanto de los gobiernos del PSOE como de los del PP es un reconocimiento implícito de la insostenibilidad a medio y largo plazo del sistema público de reparto. Sin embargo, están lejos de ser una solución alternativa mientras subsista el sistema público; especialmente en los tramos de renta medios y bajos, que en muchos casos no pueden permitirse realizar esas dotaciones extra en la cuantía suficiente.

Por otra parte, las cotizaciones sociales suponen un 30 por ciento de los costes laborales para las empresas, con la carga negativa que para la creación de empleo ello supone. En otras palabras, un trabajador cuyo salario bruto (antes de practicar la retención por IRPF) sea de 1.000 euros al mes le cuesta a la empresa 1.428 euros. Si se tiene en cuenta que un seguro médico privado que cubra la asistencia sanitaria de una familia de cuatro personas –la cual, en cualquier caso, con ese salario sería casi imposible de mantener– costaría alrededor de 150 euros. Aún quedarían 278 euros para dedicarlos a un plan de pensiones privado. En sólo treinta años de vida laboral activa, y suponiendo un rendimiento de un 3 por ciento anual, el capital acumulado alcanzaría casi los 160.000 euros (26.660.000 pesetas), que podría percibirse, bien de una sola vez o bien en forma de renta que, también al 3 por ciento anual, devengaría 680 euros al mes (113.000 pesetas).

Aparte de la superioridad un sistema de capitalización respecto del de reparto, que acabamos de ilustrar con este sencillo ejemplo y que permitiría reducir sustancialmente los costes laborales de las empresas, hay que tener en cuenta la ingente cantidad de recursos financieros que un sistema de capitalización podría liberar para la inversión y, por tanto, para la creación de empleo. Sin embargo, el sistema público de pensiones, pese al Pacto de Toledo, sigue siendo una de las principales armas políticas a la que ni partidos ni los sindicatos quieren renunciar. Los primeros porque prefieren mantener cautivo el voto de los pensionistas, el cual puede decidir unas elecciones. Y los segundos porque, aparte de su tradicional resistencia a toda medida que pudiera incrementar la libertad de elección de los trabajadores –los sindicatos se encargan de elegir por ellos– viven indirectamente de las cotizaciones sociales.

Por todo ello, es lamentable que el ministro de Trabajo, Eduardo Zaplana, dedicara el miércoles sus esfuerzos a asegurar que ni siquiera se le había pasado por la imaginación llevar al Congreso el debate sobre la revisión del cálculo de las pensiones –previsto en el Pacto de Toledo para este año– sin la aprobación expresa de los sindicatos. Cuando el Gobierno ni se atreve a plantear abiertamente la necesidad de poner siquiera un parche al sistema público de pensiones en un momento de bonanza que, necesariamente, ha de preceder a futuras penurias, la esperanza de que, algún día, los trabajadores puedan disfrutar a medio plazo de los beneficios de un sistema de capitalización son remotísimas. ¿Habrá que esperar a la decadencia y la quiebra del sistema público para empezar siquiera a plantearse el futuro de las pensiones? Entonces ya será tarde.

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