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EDITORIAL

BCE: tipos bajos para la “vieja Europa”

La apreciación de la divisa europea respecto del dólar, efecto principalmente de la inestabilidad e incertidumbre económica provocada por la crisis de Irak, donde el euro actúa como moneda refugio, deja al BCE un cierto margen para la rebaja del precio del crédito sin que, en media, exista peligro inmediato de que se acentúen en la Eurozona las tensiones inflacionistas que podrían derivarse de la escalada del precio del petróleo; el cual, como es sabido, se expresa en dólares. El estancamiento económico que padecen Francia y Alemania, antaño las locomotoras de la Unión Europea, ha hecho inclinarse a Wim Duisenberg por aprovechar ese margen, rebajando un 0,25% en el tipo de interés del euro, que queda a partir del jueves en el 2,5%.

Sin embargo, esa media de inflación, ponderada por el tamaño de las economías del euro, dista mucho de ser representativa del conjunto. Uno de los inconvenientes del euro es que las economías que lo componen están muy lejos del nivel de integración que exige una política monetaria común para todas ellas. La disparidad de políticas fiscales y de marcos estructurales de los países que integran el euro, así como las grandes diferencias entre los momentos coyunturales que cada una atraviesa, hacen, por desgracia, imposible que el régimen de “lluvias monetarias” procedentes del BCE beneficie a todas.

El bajo nivel de los tipos de interés, y el nuevo recorte acordado por el Consejo de Gobierno del BCE, sitúan a Irlanda, Portugal, España y Grecia –todos con tasas de inflación en torno al 4%– en una difícil situación, con tipos de interés reales (la diferencia entre el tipo de interés y la tasa de inflación) negativos. Es decir, en un momento en que estos países tendrían que elevar los tipos de interés para reducir el exceso de crédito y de endeudamiento con el objeto de cercenar el brote de inflación, esta nueva rebaja viene a añadir leña al fuego.

En el caso de España, con la tasa de inflación en el 4% –que sitúa el tipo de interés real en el -1,5%– la bajada de tipos añadirá nuevo impulso a una burbuja inmobiliaria que parecía empezar a desacelerarse; y, en general, aportará nuevos incentivos a los créditos al consumo, presionando al alza la tasa de inflación. Aun a pesar de que todavía quedan reformas estructurales pendientes (liberalización del suelo, desregulación de los horarios comerciales, eliminación de trabas a la instalación de grandes superficies comerciales, flexibilización del mercado laboral, etc.) que podrían servir de freno a la subida de los precios, son difíciles de llevar a término a corto plazo; por lo que sólo queda la opción de limitar las condiciones de acceso al crédito rebajando el porcentaje de financiación en los préstamos hipotecarios o imponiendo garantías más severas a los créditos al consumo. Competencias, por cierto, que debería asumir el Banco de España y no el Gobierno, cuyo proyecto de establecer valores de tasación hipotecaria poco menos que arbitrarios distorsionaría gravemente el mercado inmobiliario.

Si, al menos, las bajadas de tipos de interés sirvieran para que las locomotoras francesa y alemana se pusieran de nuevo en funcionamiento, podrían darse por bien empleados los inconvenientes (en tal caso transitorios) de un dinero excesivamente barato. Pero la experiencia de Japón, que ya lleva varios años de políticas con tipo de interés cero sin resultados apreciables, revela que no hay política de tipos suficientemente laxa que pueda sustituir a las necesarias reformas estructurales que deben acometer Francia y Alemania, especialmente en materia de mercados laborales y de Estado de Bienestar.

Una moneda única gestionada en función de las necesidades de unas economías saneadas y pujantes –como eran la francesa y la alemana hace algunos años–, a la larga beneficia a todos los que se adhieren a ella, impulsándoles a abrazar la ortodoxia económica. Tal es el caso de España, que después de un doloroso –aunque breve y necesario– ajuste a las condiciones del Pacto de Estabilidad, ha sentado las bases de un crecimiento sano y sostenido. Pero una moneda única administrada en función de la cura sintomática de achaques económicos que requieren cirugía estructural hará enfermar a los miembros sanos sin que por ello se curen esos enfermos de la “vieja Europa” económica –cuyos límites coinciden con los de la “vieja Europa” política– que hoy se niegan a tragar la amarga medicina del ajuste que, con tanto acierto, recetaron a otros en el pasado.

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