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EDITORIAL

Seguridad Social: la reforma pendiente

La sanidad pública y el sistema de pensiones de reparto, junto con la educación pública, son las vigas maestras del llamado “estado del bienestar”. Por ello, es lógico que cuando se intenta poner en cuestión cualquiera de esos tres puntales que han sostenido durante más de cincuenta años el modelo de estado asistencial que se construyó en Europa tras la II Guerra Mundial, los defensores del estado del bienestar se rasguen las vestiduras. Y, a renglón seguido, acusen a los críticos del sistema de pretender privar a los más débiles de “conquistas” sociales irrenunciables, arrancadas al “capitalismo salvaje” decimonónico. Tan extendida está la falacia –basada en la creencia en el poder demiúrgico del Estado–, que ningún político, de izquierda o de derecha, se atreve siquiera a dudar en público –otra cuestión es lo que de verdad piensan en privado– de las virtudes del sistema; sabedores de que tendrían que hacer frente a un elevado coste político, dada la facilidad con que sus adversarios podrían utilizar ese descreimiento en su contra.

Sin embargo, lo cierto es que difícilmente pueden concebirse sistemas de “protección social” más ineficientes, más onerosos, más atentatorios contra la libertad y el bienestar de los trabajadores y, en última instancia, más inestables y precarios a largo plazo. Ya hemos señalado en otras ocasiones la naturaleza intrínsecamente perversa del sistema público de pensiones, cuya estructura financiera, basada en el reparto de las cotizaciones de los trabajadores en activo, es un calco de los esquemas piramidales expresamente prohibidos por la Ley, especialmente en lo que toca a la banca y las compañías de seguros. Y con toda razón, puesto que el inevitable final de una estructura financiera piramidal es la quiebra o, en el mejor de los casos, la disminución gradual de las prestaciones.

No puede ser de otra manera, habida cuenta de que lo que reciben los pensionistas –la cúspide de la pirámide– son precisamente las aportaciones que realizan los cotizantes en activo –la base de la pirámide. Y a medida que esos cotizantes van abandonando la edad laboral y adquieren el derecho a cobrar la pensión –o lo que es lo mismo, a medida que van llegando a la cima de la pirámide– es necesario ampliar constantemente la base de esa pirámide incorporando cada vez más cotizantes, especialmente cuando aumenta la esperanza de vida... O de lo contrario, será preciso ir reduciendo la cuantía de las prestaciones para no poner en peligro la estabilidad del sistema. De hecho, ya hubo que excluir hace algunos años los gastos en medicamentos del balance de la Seguridad Social y transferirlos a otra partida presupuestaria financiada, no ya con cotizaciones sociales, sino directamente con impuestos.

No obedecen a otra causa las sucesivas ampliaciones del plazo empleado para el cálculo de las pensiones. De ocho años, se pasó a quince. Y ahora Eduardo Zaplana, en el seno del Pacto de Toledo –recuérdese, un “pacto de no agresión” electoral a cuenta del asunto de las pensiones–, propone ampliar ese plazo a toda la vida laboral. Pues, aun a pesar del actual superávit de la Seguridad Social –originado por los cuatro millones de empleos creados durante la etapa del PP–, la futura pensión de los trabajadores que actualmente están cotizando dista mucho de estar garantizada, diga lo que diga el Gobierno o la Oposición. Y la única manera de hacerlo es a través de un sistema de capitalización. Un trabajador de 18 años que empezase a cotizar hoy y se jubilase en 2050, cobrando un salario medio, a lo largo de su vida habría aportado a la Seguridad Social –teniendo en cuenta un incremento anual del 3 por ciento en su salario y añadiendo la cotización del empresario, que sale también del esfuerzo del trabajador– unos 125 millones de pesetas. En un sistema de capitalización, al tres por ciento de interés anual, la cifra superaría los 230 millones de pesetas. Con el agravante de que el trabajador no tiene ninguna garantía de que recibirá en prestaciones al menos esos 125 millones aportados a lo largo de toda la vida laboral, mucho menos sus herederos; mientras que los 230 millones del sistema de capitalización pertenecen íntegramente al trabajador y, en su defecto, a sus herederos; independientemente de que fallezca antes o después de la fecha de jubilación.

Por lo que toca a la sanidad pública, otro de los pilares del estado del bienestar, la situación es igualmente preocupante. El reciente informe del Tribunal de Cuentas sobre la gestión de los hospitales públicos no puede ser más desolador y viene a confirmar lo que hace más de treinta años no cesa de repetir la escuela de la public choice: que el Estado es un pésimo gestor, y que cuando invade la esfera propia del mercado y la iniciativa privada los resultados son, casi indefectiblemente, ineficacia y corrupción. Si se repartiera el presupuesto dedicado a la sanidad pública entre todos los ciudadanos, (casi cinco billones de antiguas pesetas), cada español podría pagarse un excelente seguro médico que, además de mejorar las prestaciones del sistema público –especialmente en lo que concierne a las listas de espera y a la calidad de la atención hospitalaria– podría incluir también la salud bucodental.

Es responsabilidad de la clase política, y especialmente del Gobierno, explicar a la ciudadanía claramente cuál es el indefectible final del sistema público de pensiones –como ya hemos dicho antes, la quiebra o la reducción paulatina de las prestaciones– y que el pavoroso derroche e ineficacia que supone la gestión pública de la sanidad en nada beneficia a los trabajadores, especialmente a los que cobran salarios más bajos y no pueden permitirse la alternativa de la sanidad privada. Precisamente estos últimos serían los principales beneficiarios de un sistema de pensiones basado en la capitalización y de una sanidad gestionada por empresas privadas. Sostener por más tiempo la gran falacia del estado del bienestar sólo beneficia a los intereses creados de sindicatos y grupos de presión y a partidos políticos cuyo modelo referencial es la Cuba de Castro.

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