El peor lastre arcaizante de la sociedad española es el híbrido ideológico entre los estereotipos del viejo tradicionalismo y el tosco marxismo que cultivó una izquierda tan ágrafa como la nuestra. Y sin embargo, de ahí procede la visión de la realidad que comparte la mayoría de los formadores de opinión, desde profesores y periodistas a intelectuales y ministras de la Vivienda. Es esa inercia mental la que los incapacita para comprender la lógica que rige los sistemas autorregulados como, por ejemplo, una economía de mercado. Así, se antoja un lugar común explicar el retraso español en el siglo XIX, recordando que Fernando VII cerraba universidades al tiempo que abría escuelas de tauromaquia. Pero con frecuencia se olvida el coste de las trabas seculares a la difusión del saber económico en nuestro país. Un destrozo que ya iniciara el Gobierno de Azaña al clausurar la única facultad de económicas que existía en tiempos de la República, y que continuó después con la exclusión de esos conocimientos en el Bachillerato. Pues también ahí anida esa triste limitación para comprender la impotencia básica del Poder cuando aspira a dirigir la economía; para entender su única habilidad eficaz: lograr que las cosas no puedan hacerse.
Ahora, fiel a esa ignorancia atávica, el PSOE va a condenar como reos de especulación a los poseedores de segundas viviendas. El problema es que tan ruin personaje, el especulador, devendrá aún más difícil de identificar que el soldado desconocido. ¿Deberá esperar un justo castigo quien abandone su hogar para desplazarse por motivos de trabajo a otra ciudad? ¿Especula el emigrante jubilado que confía las llaves de su vivienda a la portera, y marcha a pasar medio año en el pueblo? ¿Prevaricará la portera que no se chive a los círculos zapaterianos de su huida? ¿Maquina para alterar el precio de las cosas el padre que compra un piso a la espera de que lo ocupe su hijo? ¿Tiene derecho alguien a vivir simultáneamente en dos casas de su propiedad, simplemente, porque le da la gana?