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José T. Raga

De la siembra a la sequía doctrinal

Cómo si no puede el Gobierno socialista seguir defendiendo el principio de opacidad en las operaciones de rescate de la banca, cuando en la Declaración de Washington, en el punto nueve se acuerda "reforzar la transparencia de los mercados financieros".

Con más frecuencia de la debida y, desde luego, con más desfachatez de la que cualquier pueblo se merece, contemplamosa políticos y altos funcionarios de las Administraciones Públicas inmersos en un ciénago de perversión que les impulsa, por un lado, a la presunción idolátrica y, por otro, al olvido de los deberes más fundamentales por razón de su función. Y ambos casos, en perjuicio de los ciudadanos a los que consideran súbditos, carentes del derecho de opinión –más aún de manifestar lo opinado– debiendo de limitarse, para el bien de la nación, a profesar su reverencia al ser elegido: sólo él, el político, es el que conoce con certeza que es lo mejor para los que le rinden pleitesía.

Nos resistimos a escribir una línea sobre el deprimente espectáculo que protagonizaron los poderes públicos de esta noble nación, mendigando la posibilidad de asistir a la reunión en Washington del G-20, sin importar en qué condición ni establecer a priori el nivel máximo de humillación soportable. Unas veces se confiaría en el Sr. Sarkozy, haciendo promesas que ni los amantes medievales se atreverían a proclamar; en otras, se acudiría al presidente Lula da Silva en busca de intercesión. No importaría una simple sillita –aunque tuviera que se compartida–, tampoco el rincón en que alojarse, ni siquiera la bandera extraña que sirviera de camuflaje. Lo que era una cuestión de Estado, era estar presente. Se entiende que hablo de la presencia del señor presidente, pues, desde el principio estaba claro que la Nación no podía estarlo.

Finalmente se consiguió. Allí estaría el presidente del Gobierno, quien acudiría a Washington con una corte de serafines y querubines muy poco acordes con la situación de crisis y de precariedad que viven buena parte de las familias que quedaron allá atrás, en la sufrida España. Estos antecedentes, que habrían provocado la vergüenza de buena parte de los humanos, no reducía un ápice la arrogancia dogmática del personaje que, con ese preámbulo, decía asistir a la Cumbre para mostrar a los Veinte cómo el capitalismo y la libertad de mercado habían fenecido –por lo que organizaríamos el sepelio– y cómo una nueva fuerza social-demócrata –bajo esa denominación se oculta ahora un socialismo que recuerda más al año 1917 que al comienzo del siglo XXI– estaba ofreciendo su mano para salvar al mundo de todos sus males.

Zapatero, que estaba allí en tanto que amigo de alguien con mejor derecho, iba a enseñar y a abrir las mentes de los caducos políticos que no tenían soluciones de recambio para un liberalismo ya enterrado. Los cimientos del mundo temblaban ante tanta modernidad; las huestes políticas deambulaban inquietas en busca de empleo alternativo, seguras de que sus mandatos eran cuestión de horas. Los españoles –los de a pie–, realistas como siempre, se encogían para no pasar más vergüenza de la humanamente tolerable, esperando que una benevolente campañilla, o quizá una afonía transitoria, tuviera la generosidad de no permitir a su presidente lanzar la soflama que nos había anunciado.

Hoy, tras la vuelta y la reflexión, nos tranquiliza la idea de que nadie nos haya informado de si llegó a producirse el anunciado discurso programático, preñado de doctrina sustanciosa para evitar todos los males del siglo veintiuno. Y pasando el tiempo, la tranquilidad se asienta al ver que nadie nos acomete con el deseado texto. Se nos dice por parte de los escuderos más próximos al presidente que la solución es "más Estado y menos mercado".

Y, uno, que acostumbra a leerse las cosas antes de opinar, reacciona asegurando haber leído justo lo contrario. Así en el punto dos de la Declaración final de la Cumbre del G-20 se dice que "nuestro trabajo se va a guiar por una confianza compartida en los principios del mercado... en unas condiciones de comercio y de inversión sin trabas". Por lo que la pregunta se hace necesaria: ¿Estuvieron realmente estos personajes en la Cumbre de Washington?

¿Se enteró el señor presidente de la doctrina que allí se formulaba? El no haber impartido la que dijo que iba a proclamar es cuestión quizá de falta de oportunidad, pero no haberse enterado de la que allí se impartió y se aceptó, llevándola a la Declaración final, tiene difícil explicación. Cómo si no puede el Gobierno socialista seguir defendiendo el principio de opacidad en las operaciones de rescate de la banca, cuando en la Declaración de Washington, en el punto nueve se acuerda "reforzar la transparencia de los mercados financieros, lo que implica aumentar la información exigible sobre los productos financieros complejos y hacer que las compañías informen de manera exhaustiva y fiel sobre sus condiciones financiera". Es bien cierto que los miembros del Gobierno, por lo general son poco doctos en lingüística, pero tanto como identificar opacidad con transparencia, nos parece excesivo.

Bien es verdad que nuestro presidente nada tenía que acordar y ningún acta que suscribir, por lo que la falta de cumplimiento a lo acordado en Washington no reviste excesiva gravedad. Lo único es que por ese camino, y parafraseando el símil empleado por la señora vicepresidenta, dejaremos de estar en el vagón de cola para situarnos en el vagón en vía muerta.

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