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José García Domínguez

Lo que Jordi Sevilla no enseñó a ZP

Tan pronto como ya, nos abocaríamos a capear con cinco millones de parados, a la quiebra cierta del Estado, al simultáneo impago de la deuda externa y a acabar mendigando árnica al FMI, al modo de cualquier república bananera en bancarrota.

En el fondo, el que llevaba la razón era Gil de Biedma. Y es que esto, por mucho que nos hayamos querido engañar, nunca ha dejado de ser el viejo país ineficiente de toda la vida. La España de charanga mediática y deficitaria pandereta, devota de Belén Esteban y de Carmen Chacón, que, a punto de marcharse definitivamente al carajo, aún anda entretenida con comedias bufas de modregos furrieles y chuscos anacletos danzando al compás del incorregible corregidor. Igualito que cuando el Desastre del 98 al honrado pueblo no se le ocurrió nada mejor que irse a los toros a celebrarlo.

Así, entre pretenciosos aires de ficticia grandeza, hemos llegado al final de la escapada. Y ahora, como dicen los cursis de Serrano, nos queda elegir entre tres escenarios. Todos aterradores, por cierto. Estamos condenados a optar entre lo malo, lo peor y lo fatal. Podemos, pues, seguir sin hacer nada. Continuar mirando con arrogante desdén hacía el otro lado del Atlántico y, de vez en cuando, enviar a Sebastián al Pirulí para que le espete alguna gansada ingeniosa a Lorenzo Risitas Milá. Seguramente sea esa la estrategia preferida por Zapatero en su inane fuero interno. El único problema de tirar por ahí es que, tan pronto como ya, nos abocaríamos a capear con cinco millones de parados, a la quiebra cierta del Estado, al simultáneo impago de la deuda externa y a acabar mendigando árnica al FMI, al modo de cualquier república bananera en bancarrota. Sólo eso.

En segunda e improbable instancia, cabría convocar al camarada Toxo y a los barandas felizmente liberados de la UGT y explicarles lo que vale exportar un peine. O sea, pugnar por el imposible metafísico de que los sindicatos aceptasen una reducción general de los salarios, la única vía factible –y no retórica– de sostener a corto plazo la moribunda competitividad de la economía española. Aunque uno no le arrendaría la ganancia al ingenuo que intentase tamaña hazaña. Descartada esa opción, restaría aferrarse al tercer y último cartucho. Es decir, administrarle al enfermo el aceite de ricino de siempre, a saber, devaluar la moneda cuanto fuese menester con tal de vender una escoba más allá de la Junquera, empujando al tiempo los tipos de interés hasta el suelo (o más abajo, si se terciara). El pequeño inconveniente es que esa contrastada terapia nos impondría salir del euro. Ahora mismo. Sin pensarlo. Cuanto antes, mejor.

Y punto.

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