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José T. Raga

Los despropósitos de la intervención

¿Puede el Gobierno al que pertenece el Sr. Sebastián entregar graciosamente dinero de auxilio a las entidades financieras sin considerar la responsabilidad de sus administradores en la problemática gestión?

No hablamos, naturalmente, de las intervenciones nobles que pretenden el bien de los intervenidos, como podría acudir en la intervención legítima de los padres para asegurar la educación y el futuro de sus hijos, sino de la intervención que se practica por un órgano para limitar la capacidad de acción de otro u otros órganos o ciudadanos. En otras palabras, la intervención de quien detenta el poder frente a quien lo soporta, en general la sociedad, no para la consecución del bien común de la misma –lo cual quedó muy olvidado desde hace mucho tiempo– sino como muestra evidente del ejercicio del poder en sí mismo, o bien con el fin de proteger los intereses de determinadas clases o sectores que, no por casualidad, están entretejidos con los intereses propios y privativos de quienes el poder ejercen.

Es evidente que la premisa que hemos trazado entraña un peligro latente que adquiere naturaleza visible cuando la oportunidad se presenta propicia. El peligro, del que derivarán daños notables para la comunidad, es que la intervención, revestida de ese hálito de servicio público, que no de servicio al público, tras el que se esconde la acción de Gobierno, tiende a hacerlo para alguien y para algo, en ocasiones, difícil de descubrir. Lo bien cierto es que dada la finalidad y el marcado contorno de su ámbito de aplicación, la intervención así considerada encaja mejor en el ejercicio discrecional del poder –aunque éste se revista de normativa jurídica– que en el poder que se ejerce para el bien de la colectividad que por naturaleza se enmarca en normas de carácter general y no específicas para la situación concreta y para los sujetos determinados.

Con ser grande el peligro que acabamos de describir, éste no suele quedar reducido al ámbito descrito. La historia, sin necesidad de retroceder demasiado en la consideración de los hechos por todos bien conocidos, está repleta de ejemplos que muestran a los que detentan el poder como sujetos que sólo entienden el término "poder" como la facultad de hacer lo que les venga en gana. Por lo que, naturalmente, cuando una acción comienza viciada, no puede esperarse que por algún milagro se convierta en virtuosa. Así, no debe extrañar que quien interviene asuma su dimensión omnipotente en vertientes bien distintas. En ocasiones, el poder le faculta para ni dar ni pedir explicaciones; para no asumir responsabilidades ni para exigirlas. Como quien dispone sin consideración alguna de su propio patrimonio, disponen de los recursos públicos, con desprecio absoluto a los sufridos contribuyentes que sacrificaron parte de sus rentas para constituirlo.

Al haber entrado en casa del intervenido, ofreciendo el espejismo de la intervención –llamémosle, ayuda–, se consideran como uno más de la familia, dispuestos a decirle al cabeza de la unidad familiar qué tiene que hacer y cómo lo tiene que hacer. El espectáculo del ministro Miguel Sebastián responsabilizando a las entidades financieras de la autoría de la crisis y amenazándoles de un seguimiento muy riguroso si no cumplían sus postulados, no ha podido ser más bochornoso. Arrogancia, altivez y poder presunto es lo que se deduce de sus advertencias. Amén de su incapacidad para desarrollar un trabajo eficiente, o al menos con sentido, en su propio departamento ministerial, en el que no es capaz de iniciar una política energética que disminuya la terrible dependencia española del exterior o busque soluciones, si es que quiere intervenir –desde luego no sería mi consejo, pues siempre lo hará mejor el mercado– en la situación de la industria de la automoción, eso sí, después de reconocer el estrepitoso fracaso de sus dos planes renove para reactivar el mercado.

La gratuidad de las amenazas –desconociendo la normativa vigente en materia de financiación y específicamente la referida a moratorias en obligaciones financieras– así como la pretendida dureza en su formulación en una materia que no le corresponde específicamente, siembra sobre la sociedad una serie de preguntas que, cuando menos, alejan aquel atributo de confianza que precisa nuestra economía para recuperarse. "Vigilaremos minuciosamente", decía el ministro, ¿significa esto que antes no vigilaban? ¿Estará en esa falta de vigilancia el núcleo de responsabilidad por la crisis? ¿Es por eso por lo que no se habla de responsabilidades en la gestión de recursos financieros? ¿Puede el Gobierno al que pertenece el Sr. Sebastián entregar graciosamente dinero de auxilio a las entidades financieras sin considerar la responsabilidad de sus administradores en la problemática gestión? En otras palabras, ¿hay alguna razón que pueda presentarse públicamente que justifique entregar recursos públicos a administradores incompetentes o que ceden a la corrupción y en connivencia con ella?

Creemos que antes de dar suelta a la lengua, cualquier persona debe de considerar el rigor de su análisis. Ninguna pretensión, ni siquiera la de ser ministro de Economía cuando se es de Industria, debería de separar a quien se manifiesta del análisis riguroso y cierto en el que se basa su proclama. Lo otro es más propio de los títeres que de los responsables del quehacer público. Con estas intervenciones y con las amenazas que se desarrollan a su sombra, los problemas de la industria y de la energía siguen sin resolver, se provoca la confusión en el sector financiero que, por su naturaleza, exige transparencia, mientras el caos, la impotencia y la desesperación se esparcen y se apoderan de toda la comunidad.

Y pensar que el tal ministro llegó a presentarse televisivamente como profesor universitario... Pocas intervenciones están justificadas, pero de este porte, ninguna. El poder por el poder y la intervención por la intervención, son signos evidentes de corrupción.

En Libre Mercado

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