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José García Domínguez

Brotes bordes

El regate corto, mejor si improvisado; la astucia del maniobrero hecho a las zorrerías que exigen los escalones provinciales de la política subalterna; el inmediatismo intuitivo de los supervivientes... He ahí el realquilado de La Moncloa.

La comedia parlamentaria a cuenta del efímero impuesto sobre las grandes fortunas, soberano marrón que obediente se acaba de comer el bisoño Eduardo Madina, dice mucho sobre la clase de gobernante que encarna Zapatero. Admitámoslo, engañar a la progresía toda como a chinos, endosándole a Llamazares la culpa de que los ricachones, esos malvados que provocaron la crisis en secreto contubernio con Bush y Aznar, no vayan a pagar su justo castigo en forma de severo azote fiscal, tiene mérito. Y no poco.

Al cabo, un tipo que emergió de la nada y alcanzó el poder lanzando confetis retóricos vacuos a diestro y siniestro, genuinos agujeros negros semánticos como el republicanismo civil, la democracia deliberativa o la Alianza de Civilizaciones, algún saber espurio debía atesorar. Sobre todo, considerando que a Zapatero le aburre hasta el tedio cualquier acercamiento con una mínima ambición intelectual a la cosa pública. Por eso, la férrea mediocracia que ha impuesto en el escalafón de partido y Gobierno, ese universal peaje al camillero Procusto extensivo incluso a los intelectuales de cámara, el sanedrín de susos, manolitos y demás cráneos previlegiados que corteja la vanidad presidencial a tanto alzado la pieza.

El regate corto, mejor si improvisado; la astucia del maniobrero hecho a las zorrerías que exigen los escalones provinciales de la política subalterna; el inmediatismo intuitivo de los supervivientes; la audacia siempre osada del pícaro... He ahí el realquilado de La Moncloa, sin conservantes ni colorantes, en estado puro. Al respecto, poco se ha reparado en el parentesco ético que une a Zapatero con Mitterrand, el padre biológico del populismo fiscal, que por algo fue el primero en elevar la demagogia a impuesto directo. El mismo que, sin el menor asomo de ironía, confesó a Revel que uno de los hombres de quien más había a prendido en la vida fue Guy Mollet, turbio politicastro de la IV República que le engañó con un ardid bajuno, siendo presidente del Gobierno.

Así, Mollet rogó encarecidamente a Mitterrand, a la sazón ministro suyo, que le pidiera anular el oneroso boicot francés al Canal de Suez, por entonces en vigor. Dicho y hecho. Sin embargo, aún no había terminado Mitterrand de formular su ruego y ya Mollet vociferaba, fuera de sí, henchido de patriótica indignación: "¡Eso no! ¡Nunca! ¡No capitularemos! ¡Jamás!".

Y aún hay quien cree que Zapatero no ha tenido maestros.           

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