Menú
José T. Raga

Una sonrisa estéril

La representación sindical es más identificable como titulares de empleo público, que como agentes del factor trabajo.

Esta vez parece que no le ha servido su simpatía, ni el poder cautivador de su sonrisa, ni esa capacidad de acogida que parecen mostrar sus brazos entreabiertos y sus hombros levantados al modo a como se manifiesta el niño inocente para decir que nada tiene que ver con un estropicio casero. La diferencia es que aquí no es que se haya roto un plato, sino que se ha hecho añicos toda una vajilla. El señor presidente del Gobierno fracasó con sus tácticas en la reunión que, junto con los sindicatos, tuvo con la parte empresarial el pasado miércoles en el marco de ese largo proceso que se ha hecho popular con el apelativo de diálogo social.

La razón del fracaso era de prever. Como en esta ocasión Franco tuvo poco que ver, y ya son más de cinco años de la desaparición de Aznar, la culpa se hizo recaer íntegramente sobre la representación empresarial. Ya se sabe, su terquedad, su intransigencia y su sed de sangre de los sacrificados trabajadores hacía imposible un resultado fructífero de una reunión en la que se dilucidaban los más altos intereses nacionales. Además, la cena celebrativa estaba servida, y aunque nada había que celebrar, a no ser el fracaso, cómo no deleitarse con las habilidades culinarias de quienes se habían esmerado en ello.

No estuve presente y por ello las dudas permanecen en mi interior. Éstas no giran sobre los yantares ni sobre su calidad, sino que hubiera dado lo que no tengo para contemplar los rostros de los comensales. ¿Se puede uno sentar a la mesa después de un rotundo fracaso, como si nada hubiera pasado? Estaba yo sumido en mi tribulación, cuando un buen amigo me sacó de la duda: "Sí hombre sí, una cosa es el escenario de la discusión y otra el de la cena". Su afirmación, con tanta serenidad, me permitió comprender todo. En cualquiera de los dos casos se trataba de "escenarios", y quizá nunca mejor empleado el término. En los escenarios, los actores se mueven para representar el papel que en ese momento tienen asignado, sin importarles demasiado el papel de que se trate. Por ello, mi amigo tenía razón: bajado el telón, todo vuelve a ser como antes, como ni nada se hubiera representado; todos a cenar y, si se tercia, después podemos ir todos de copas.

Yo me estaba imaginando algo bien diferente. Suponía gentes capaces de avergonzarse por la inutilidad de los encuentros en temas de tanta importancia como es la política laboral para el sistema económico de una nación. Es más, recordaba una situación en cierto modo parecida de hace ya unos cuantos años. Un querido compañero se presentaba al último ejercicio –el sexto– de unas oposiciones, de las que tendría que salir un nuevo catedrático de universidad. Todos le habían dicho que, de entre los tres opositores que permanecían en ello, él era el que más probabilidades tenía de conseguir el resultado pretendido. En esa confianza, todo estaba preparado; también la cena para celebrarlo. El resultado fue el que no se pretendía, por lo que la cena quedó clausurada y las despedidas en una atmósfera más propia de los pésames en un entierro de tercera, que de una celebración festiva. Ahora se comprenderá por qué me preguntaba yo cómo habría sido la cena, cómo la jovialidad de los comensales, cuánta, en fin, la generosidad del anfitrión. Después de pensar sobre el asunto, he concluido que mi amigo tenía razón: a los actores no les importaba demasiado el papel que estaban representando.

Porque recapacitemos un instante. Si al presidente del Gobierno le importase mucho la política laboral, asumiría su responsabilidad como gobernante y habría dispuesto lo mejor para la vida política, económica y social de ese factor trabajo, representado –este sí– por personas de carne y hueso, con sus familias, unos con empleo y otros sin él, y de estos últimos, unos con prestación o subsidio de desempleo y otros sin derecho a ello. Ya sé que al presidente le gusta no tener que enfrentarse con nadie, pero cuando el acuerdo se hace difícil y cuando la inacción del Gobierno supone perjuicios para la nación, la responsabilidad es suya y exclusivamente suya. Y la solución no son las amenazas a los empresarios al más puro estilo dictatorial: "Soy el presidente del Gobierno, que no se te olvide..."

Por otro lado, ¿los sindicatos qué hacían allí? ¿De dónde su significancia? Realmente ¿a quién representan? La verdad oficial dice que a los trabajadores, pero yo, que no creo en verdades oficiales, pregunto ¿a qué trabajadores? ¿A los afiliados, si es que queda alguno? La representación sindical es más identificable como titulares de empleo público, que como agentes del factor trabajo. Es decir, se trata de personas que nada tienen que perder porque la relación de agencia es nula, y su representatividad viene determinada por presunción legal. Así las cosas, ¿para qué tomar a pecho este mal llamado diálogo, si de todos modos mi empleo público está consolidado?

Quizá los únicos que tenían algo que defender, porque tenían algo que perder, eran los empresarios. Tampoco aseguro nada en términos de representatividad, aunque por el momento no me importa. Lo que sí hay que admitir es que la supervivencia de sus empresas viene determinada por el mercado de los bienes y servicios que producen, en donde se establecen unos precios, a los que se contraponen los costes de los factores que precisan para producir lo que constituye su objeto empresarial. Entre estos factores, adquiere especial relieve el trabajo; la productividad del trabajo y el coste del trabajo –salarios, cargas sociales, coste de la resolución del contrato laboral, etc.– de tal modo que si las entradas de la primera parte no superan o, al menos, son iguales a las salidas de la segunda, la muerte de la empresa está asegurada; sólo falta quien certifique la defunción y el sepulturero para que la entierre. Y allí, en el enterramiento, quedarán soterrados los esfuerzos de generaciones, con la denuncia generacional a quien no fue capaz de mantenerla en vida.

Una reunión en la que una parte tiene mucho que perder y la otra –a su vez bicéfala: Gobierno y sindicatos– que no puede perder nada, es un conjunto asimétrico inhibidor de cualquier resultado positivo. No faltaba más que la ministra Aído que, a vueltas con la conciliación del trabajo con la familia, ha reclamado un sistema laboral conhorarios más humanos. ¿Saben ustedes a qué se refiere la ministra cuando habla de esto? Yo les tengo que confesar que no lo sé y, lo que es peor, creo que ella tampoco.

En Libre Mercado

    0
    comentarios
    Acceda a los 1 comentarios guardados