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José T. Raga

Gracias, Europa

Como españoles no pintamos nada en nuestro país, lo cual ya lo sabíamos, pero en cuanto europeos empezamos a sentir que alguna consideración merecemos a nuestros legisladores, que al parecer sienten un profundo respeto por la libertad de las personas.

Estamos de enhorabuena. El pasado dieciocho de septiembre, y perdonen la autocita, escribía en este mismo medio, a raíz de la polémica suscitada desde la Generalidad de Cataluña para que el presidente del Gobierno impidiera la reducción –casi exención– del Impuesto sobre Sucesiones y Donaciones en la Comunidad de Madrid, que lo que no aceptaba era "que el Honorable Castells decida con el señor Rodríguez Zapatero los impuestos que tengo que pagar yo en la Comunidad de Madrid". Se produciría, a decir de aquel Consejero de Economía y Hacienda, caso de mantenerse, una indeseada competencia fiscal entre comunidades que podría afectar a las decisiones de los sujetos en su elección de residencia. Indeseada para él, no para los contribuyentes favorecidos.

Entre las alternativas que pasaban por su mente no estaba la de hacer frente a la competencia, como lo hace cualquier empresa en el mercado, bajando también los costes fiscales para el contribuyente, o elevando la calidad de los servicios públicos prestados en aquel territorio, de forma que los mayores costes se compensaran con mayores y mejores servicios. La cosa es que ni el Honorable Castells, ni por supuesto nuestro flamante presidente de Gobierno, cautivo de los votos de aquel tripartito, estaban dispuestos a prestar oídos a mis reclamaciones y sí a forzar, mediante la nueva financiación autonómica aprobada por el Ejecutivo, a mantener una presión fiscal homogénea en todo el territorio nacional.

Mi única alternativa ante semejante atropello, de quienes mantienen sus fines políticos de autogobierno y en algunos casos de independencia, no pasaba de ser la zozobra, la rabia contenida y la rebeldía, al pensar que viviendo en una Comunidad –la de Madrid– que considera que el dinero destinado a mis hijos, fruto del trabajo y del sacrificio de sus padres, donde mejor estará es en sus bolsillos, se iba a destinar a engrosar las arcas públicas en un objetivo de necia igualdad, cuando esta equiparación debería producirse en la prudencia en el gasto y en la eficiente gestión de los recursos públicos. La pretensión de igualar resultados entre buenos y malos administradores acarreará necesariamente el gravamen de los primeros para la dilapidación de los segundos.

Todo lo daba ya por perdido. El coqueteo incesante entre nuestro Gobierno –sí, el Gobierno de España, que aunque no lo parezca, existe y cobra por ello– y el tripartito gobierno de la Generalidad catalana, había marginado mis sentimientos y arrinconado sin piedad a mi y a mi familia. Ya sé que dirán ustedes que todos los de la Comunidad de Madrid estaríamos en las mismas condiciones. Naturalmente, pero yo no me siento autorizado a hablar en su nombre; bastante tengo con lo mío.

Así las cosas, en esa oscuridad en la que me había situado el idilio monclovita-catalán, es la Unión Europea la que enciende una luz para la libertad; ese atributo de los hombres (ya sé que para evitar la consideración de machista, se espera que diga "y de las mujeres", pero no voy a decirlo porque me parece una paletada, además de un desprecio para el genérico establecido por la Academia Española) que tanto desprecia la izquierda y que sólo dice añorarla cuando quien se la prohíbe es un dictador de derechas.

Una vez más, a los ciudadanos de los países gobernados por la discriminación y el sinsentido, es la Unión Europea la que acude en nuestro auxilio afirmando el principio de la soberanía del sujeto: la capacidad de cada ciudadano de la Unión para elegir la legislación a la que quieran someterse en materia del Impuesto sobre las Sucesiones. O sea, que como españoles no pintamos nada en nuestro país, lo cual ya lo sabíamos, pero en cuanto europeos empezamos a sentir que alguna consideración merecemos a nuestros legisladores, que al parecer sienten un profundo respeto por la libertad de las personas.

No es la primera vez que Europa acude en auxilio del despropósito y del atropello. Aquellos años, de nefasta memoria, en los que el Gobierno del don Felipe González había situado a la nación española en altas tasas de desempleo –algo mayores incluso que las actuales–, en unos tipos de interés prohibitivos para cualquier inversión que no fuera especulativa –entendiendo por especulativa aquella que sólo se consigue con información privilegiada– y unos déficit públicos insoportables para cualquier sistema económico, fue Europa la que acabó poniendo orden para el bien de todos los españoles.

También ahora, ante el caos del sistema financiero español, con honrosas excepciones, que está engullendo buena parte de los recursos disponibles sin resultado aparente alguno, ha habido una llamada de atención de la Unión Europea para que cualquier rescate bancario –incluido el de las cajas de ahorro, naturalmente– tendrá que hacerse con su autorización, mediante petición individualizada en cada caso. Es decir, lo contrario a la opacidad pretendida por el Gobierno desde el principio.

No, si ya verán ustedes; cualquier día me va a encontrar con una euforia desmedida pregonando en plazas y recintos las excelencias de la Unión Europea. ¡Quién me lo iba a decir a mi, siempre tan escéptico de lo europeo! Pero en fin, nunca es tarde para la conversión.

En cualquier caso, ¡gracias Europa por dirigir tu mirada a estas nobles aunque maltratadas tierras!

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