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Cristianos, ricos, desiguales y parásitos

Que alguien gane mucho dinero sin infringir los Diez Mandamientos debería ser cosa inobjetable para un cristiano, por ser riqueza lograda sin matar, robar ni mentir.

Que alguien gane mucho dinero sin infringir los Diez Mandamientos debería ser cosa inobjetable para un cristiano, por ser riqueza lograda sin matar, robar ni mentir, amando al prójimo como a uno mismo, y a Dios más que a cualquier otra cosa, incluyendo el vil metal.

Es más, quien se haga rico sin dejar de cumplir los mandamientos mosaicos debería ser objeto de agradecimiento y aplauso social. Porque para enriquecerse, necesariamente, contribuyó a que también otros prosperaran, como es norma en los negocios en que las partes actúan libremente y se conducen con honradez: en ellos, salvo errores de cálculo de alguna de las partes, todos ganan. Cuando un comerciante o proveedor vende sus mercancías o servicios, ganan tanto él como sus clientes, pues de otro modo no habría transacción. Un empleado lo es porque conviene tanto a él como a su patrón. Y cuando dos empresarios cierran un acuerdo de negocios, ambos lo hacen porque creen que así ganarán más que sin ese trato.

Sin embargo, los ricos no gozan de buena prensa, tampoco, entre gran parte de los cristianos. Y las desigualdades de renta y patrimonio en las sociedades modernas, aún menos. Probablemente, en tiempos de Jesucristo era difícil hacerse rico sin saltarse los Mandamientos, por ser la economía de la época muchísimo menos dinámica que la actual, y de ahí lo del camello y el ojo de la aguja.

Ciertamente, sin apenas crecimiento económico y en sociedades muy estáticas, como las de la antigüedad, parece complicado alcanzar la opulencia sin merma de la riqueza ajena, pues cuando la tarta económica no crece, sólo es posible mejorar la ración propia achicando la de otros. Y aun así, incluso en esos tiempos remotos, tuvo que haber comerciantes y emprendedores que ganaron bastante dinero en buena lid, creando riqueza y no apropiándose de la ajena. O cuando menos, sin ser más malos que el común de sus coetáneos.

En contraste, en economías y sociedades tan abiertas como las modernas, en expansión económica casi constante, hay oportunidades de prosperar sin perjudicar al prójimo -de hecho, beneficiándolo- al alcance de todos, incluso de quienes provienen de los estratos sociales más bajos. Y pese a ello, en nuestro tiempo muchos siguen criticando a los ricos por serlo, y más si con su enriquecimiento se acrecentaron las "desigualdades sociales".

No es infrecuente oír los lamentos de políticos, economistas y líderes de opinión -incluyendo a personas relevantes en el mundo cristiano- porque en EEUU, Inglaterra, España o donde sea la diferencia de renta entre el 10% más próspero de la población y el 10% de menor renta creció mucho en tal período (por ejemplo, desde que Ronald Reagan y Margaret Thatcher impulsaron una nueva era de liberalización de los mercados), aunque también los ingresos y el bienestar material de los menos acaudalados mejoraran entre tanto en términos absolutos, y no haya virtualmente en esos países pobres de verdad, como los de antaño, de los que "las pasaban canutas" para conseguir comida, vestido o un techo bajo el que cobijarse.

Y para un cristiano consecuente, su nivel relativo de riqueza respecto de los demás no debería ser algo que le atormentara -aunque sí, lógicamente, su nivel absoluto, si fuese inferior al mínimo necesario para cubrir sus propias necesidades materiales-, por ser para él la envidia un pecado capital, y tener prohibido codiciar los bienes ajenos.

Por tanto, que haya importantes desigualdades materiales entre los ciudadanos, como las hay y ha habido en casi todas las sociedades con un cierto nivel de desarrollo, en sí, y salvo que sean producto de infracciones a los Diez Mandamientos, no debería ser un problema moral para un cristiano. Y menos aún si, como sucede en Occidente desde hace décadas, prácticamente todo el mundo tiene cubiertas sus necesidades materiales elementales.

Que el listo / trabajador / capaz / preparado/ ambicioso consiga con su trabajo y mérito personal mucho más dinero que el tonto / holgazán / incapaz / ignorante / apático con el suyo es lo natural. Lo realmente preocupante sería que no fuera así, porque sólo puede ocurrir allí donde se castigue el mérito, se estimule la mediocridad o se premie el abuso del prójimo. Por ejemplo, en regímenes políticos comunistas, muy corruptos y/o cleptocráticos, en los que, además, suele abundar la miseria en términos absolutos, la cual, en líneas generales, es sólo un mal recuerdo del pasado en el Occidente capitalista.

La envidia como telón de fondo de la ricofobia

La fobia a las desigualdades sociales como tales es producto, sobre todo, de suponer que la riqueza ajena se ha hecho, en la mayor parte de los casos, de forma sucia e injusta, y que la tenencia de mucho dinero por parte de algunos es dañina para el bien común de la sociedad.

Y el inductor natural de ese supuesto erróneo es la envidia, pues para quien tiene menos dinero que otros y ello le hace infeliz, es mucho más fácil y satisfactorio creer que los acaudalados son más malos que él, y que ganaron su plata con malas artes, o cuando menos de manera indebida, en vez de pensar que tal vez él mismo sea menos inteligente / preparado / trabajador que ellos. Este sentimiento se ve amplificado por el estímulo de politicastros y otros oportunistas con pocos escrúpulos, que viven mejor cuanta más gente lo tenga.

También contribuye a este estado de opinión anti-desigualdades, aunque con mucha menos intensidad que antes de que fuera derribado el ominoso muro de Berlín, el miedo a que los que menos tienen opten por la vía violenta contra los sectores más acomodados de la sociedad.

Asimismo, en esta línea se incluyen opiniones del siguiente tenor, no infrecuentes entre los europeos: "Yo prefiero el Estado de bienestar europeo al capitalismo salvaje norteamericano, con más pobres, pues aunque aquí paguemos más impuestos, como los menos favorecidos reciben dinero y servicios gratuitos del Estado, hay mucho menos riesgo de que nos atraquen en la calle o se rebelen". En ambos casos, esta forma de pensar puede considerarse, tal vez, como una actitud pragmática, consistente en "comprar" a quienes, por tenerte envidia, te podrían hacer daño, como forma de conjurar ese riesgo. Pero ni económica ni moralmente es una solución muy brillante, ya que además de costar bastante dinero a quienes lo ganaron en buena lid, equivale a ceder ante el chantaje de malhechores potenciales o reales.

Ayudar a los necesitados, pero sin crear parásitos recalcitrantes

Cosa bien distinta es que a cualquier ser humano bien nacido, educado y con buen corazón, y desde luego a un cristiano consecuente, le produzca dolor la miseria real, y que trate de ayudar al pobre o al desgraciado. Con tal propósito, en esas situaciones, se le plantea la cuestión de si le debe ayudar dándole directamente los pescados, o enseñándole a pescar.

Naturalmente, salvo que el necesitado no pueda aprender a pescar o esté impedido a la postre para hacerlo, se le debe enseñar a pescar, e incluso cabe ayudarle a dotarse de los aperos e instrumentos necesarios para atrapar peces. Y una vez que sepa y pueda pescar, si aún así no quiere hacerlo, por aquello de que trabajar y esforzarse es cansado e incómodo, sólo le quedan dos opciones: seguir en la pobreza y perecer a la postre, o parasitar a los demás (verbigracia: los que llevan lustros cobrando del PER en el campo de nuestras regiones meridionales. No uno, ni dos ni tres años malos en su vida, que los puede tener cualquiera, cubiertos por el resto de sus compatriotas mediante impuestos. No, en bastantes casos son 10, 20, y hasta 30 años viviendo en gran medida a costa del prójimo. Esto es parasitismo puro y duro, uno de las principales variantes del robo).

Y llegamos al gran dilema moral de qué hacer con quien se niega a esforzarse creando riqueza real en buena lid aunque pueda hacerlo, y prefiere ganarse la vida parasitando a los demás. ¿Hay que seguirle dando los pescados y la sopa boba toda la vida? En opinión de este modesto pensador, salvo que el aludido no esté plenamente en sus cabales, la única respuesta moralmente válida es un NO rotundo.

Si tras haber hecho con el desgraciado todo lo razonable por ayudarle a que se gane de forma decente de la vida, éste desea seguir parasitando a los demás, llegados a un cierto punto hay que negarle la sopa boba, como la mejor ayuda que se le puede dar, al forzarle con ello a que deje de ser un parásito. Y porque, puestos a que sufra alguien, mejor que sea el que desea vivir a costa de los demás, por no encontrar qué y a quiénes parasitar, y no los que sí se esfuerzan y de otro modo serían parasitados. Y también, y no menos importante, porque, cuando las conductas parasitarias reciben premio y no castigo, se destruye un principio moral básico para una sociedad sana.

Éste es, en gran medida, el gran fallo moral y práctico del Estado del bienestar moderno: basado en una idea aparentemente buena (toda la sociedad garantiza, a base de impuestos, que nadie pasará penurias), acaba creando legiones de parásitos y semiparásitos[1], cuya sopa boba, haciendo honor al dicho anglosajón de que "there is no such thing as a free lunch" (no existen las comidas gratis), la pagan, a la fuerza y mediante impuestos, sus compatriotas que sí crean riqueza con su mérito y esfuerzo, lo cual es tan injusto como dañino para la buena marcha de la economía.

Y el parasitismo es cosa apenas distinta en su esencia del robo, algo prohibido por los Diez Mandamientos, y por prácticamente todos los códigos morales y penales que en el mundo civilizado son y han sido. Así, cabe recordar la trilogía básica de valores morales de la civilización inca, desarrollada por completo al margen de las culturas euroasiáticas: "no mentir, no robar y no ser ocioso". Por algo dijo San Pablo que "el que no trabaje, que no coma". Naturalmente, se refería a quien, pudiendo laborar, opta por no dar un palo al agua.

En definitiva, ser cristiano y recelar por principio de las desigualdades sociales y de los ricos, sin diferenciar previamente entre desigualdades justas e injustas (y más aún si los del furgón de cola social, pese a serlo, tienen cubiertas sus necesidades materiales básicas, como sucede virtualmente en toda Europa occidental), ni distinguir entre ricos que ganaron su dinero sin infringir los Diez Mandamientos y los que sí se forraron con malas artes, y sin condenar al tiempo a los parásitos de toda condición social que viven del sudor de la frente del prójimo, que no de la propia, es postura poco inteligente, poco ecuánime, o poco acorde con los propios Mandamientos, cuando no las tres cosas a la vez.

Ricos malvados, lo mismo que pobres o mediopensionistas malignos, por supuesto, los hay. Y probablemente, no pocos. Por ejemplo, los que se enriquecieron mediante el engaño o la extorsión, o en colusión con políticos despilfarradores / corruptos (y de esos tipos de ricos y políticos hay unos cuantos en nuestro tiempo, cortesía de los modernos Estados con niveles elefantiásicos de gasto público, que de donde hay mucho, se puede sacar más), o traficando con estupefacientes, o usando de forma ventajista e ilegal información privilegiada, o... Pero que haya ovejas negras entre los acaudalados no es privativo de la condición pudiente.

También las hay en todos los demás estratos sociales. De hecho, se estima en un 1% - 2% el número de individuos rematadamente malos, esto es, los psicópatas (nos referimos a las personas sin escrúpulos y empatía con el sufrimiento ajeno, no a los psicóticos o neuróticos), pero no se conoce una correlación clara entre clase social y psicopatía, aunque sí parece haberla con profesiones como la política, ocupación que destaca por su abundancia de psicópatas, y más en sus niveles superiores.

Y como es perfectamente posible enriquecerse respetando las leyes morales divinas y humanas, o cuando menos respetándolas tanto como lo hacen en promedio el resto de los seres humanos, al menos en nuestro tiempo, es injusto y contrario al bien común descalificar a los ricos en bloque, por el mero hecho de serlo.

Autor: Alejandro Macarrón Larumbe
Centro Diego de Covarrubias
Ingeniero de telecomunicación y MBA
Consultor de estrategia empresarial y corporate finance

Nota

[1] Casuísticas parasitarias hay muchas en el Estado del bienestar. Por ejemplo, los que usan y abusan de las bajas laborales alegando males ficticios, que en España son multitud. O los que cobran el subsidio de paro y rechazan ofertas de empleo porque no les compensa aceptarlas, por la poca diferencia que hay entre el subsidio y el salario que percibirían. O los que abusan de visitas a la sanidad pública por ser ésta "gratis total" (para el usuario, no para su prójimo contribuyente), siendo el caso extremo de este arquetipo el de aquellos jubilados que, para no aburrirse en casa, se distraen yendo al médico.

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