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EDITORIAL

Sí podemos ahorrar por ti

Con idéntica argumentación, el Gobierno bien podría restringir el número de desplazamientos internos que cada español efectúa al año o contingentar el número de ciudadanos que pueden tomar un avión.

Muchas de las medidas que componen ese batiburrillo legislativo con el que el Gobierno pretende solucionar un problema energético que en gran medida ha engendrado él solito entran dentro del absurdo de la lógica intervencionista: buscar beneficios aparentes o a muy corto plazo, desatendiendo sus consecuencias a largo plazo o que vayan más allá del ámbito concreto en el que se apliquen.

Por ejemplo, dado que la sabiduría convencional sostiene que demandamos demasiada energía, el Ejecutivo ha optado por renovar todo el alumbrado municipal público colocando bombillas de bajo consumo. La idea podría tener sentido si consistiera en ir sustituyendo el stock actual de bombillas por las nuevas conforme éstas se fueran estropeando. Sin embargo, carece de toda lógica anticipar todo el gasto de su renovación, especialmente apelando al alto precio del petróleo, cuando el crudo apenas representa el 5% de la producción eléctrica española. La medida es pura propaganda cortoplacista con evidentes perjuicios para la hacienda pública.

Pero dejando de lado las medidas disparatadas y otras cuya conveniencia entendemos que podría discutirse, es menester que regresemos a la medida estrella de limitar la velocidad de circulación a 110 Km/h. Muchos han sido quienes han considerado que tan arbitrario es fijar la velocidad máxima en 110 o en 120 Km/h., de modo que nada habría que objetar al cambio. La diferencia, sin embargo, reside en la dispar justificación que se ha ofrecido para ambas limitaciones.

Apelar a una limitación por cuestiones de seguridad sería un asunto a discutir, en la medida en que el Estado es el propietario de las carreteras y autovías. Sin embargo, el Gobierno de Zapatero ha respaldado la reducción del límite de velocidad en la necesidad de que los ciudadanos ahorren gasolina; esto es, el Ejecutivo pretende decretar cuáles son los fines vitales que cada español debe elegir y qué medios debe alcanzar para ello. Se arroga, de tal modo, señorío sobre nuestra autonomía de la voluntad en unos terrenos en los que, al menos hasta el momento, carecía de él.

Es cada ciudadano quien debe elegir entre pasar unos minutos menos al día conduciendo –actividad que muchos de ellos pueden perfectamente detestar– o ahorrarse unos pocos euros al cabo del año: se trata de una disyuntiva como la que puede enfrentar quien decide ir a cenar todos los fines de semana o pagarse unas buenas vacaciones en agosto. Con idéntica argumentación, el Gobierno bien podría restringir el número de desplazamientos internos que cada español efectúa al año o contingentar el número de ciudadanos que pueden tomar un avión. Si ambas medidas deberían resultar inadmisibles para un liberal, también debería serlo la limitación de la velocidad máxima en autovía so pretexto de promover el ahorro privado de combustible.

La Dirección General de Tráfico, entre compungidos sollozos liberticidas, se quejaba hace años de que, por mucho que le apeteciera, no podía conducir con nosotros. Parece que este Gobierno se ha saltado todas las barreras éticas y ha decidido que sí puede ahorrar por nosotros.

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