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José T. Raga

No caben eufemismos

En múltiples ocasiones me he manifestado radicalmente a favor de que las deudas se paguen. Si me apuran, más aún en el sector público que en el privado.

O, lo que es lo mismo: a las cosas hay que llamarlas por su nombre. Es más, hay que evitar expresiones que, siendo convencionalmente aceptadas, tienen un significado diferente, incluso opuesto, a su verdadero significado universal.

La semana pasada se presentaron los presupuestos del sector público, que, como proyecto de ley, se sometían a las Cortes para su aprobación. Quisiera hoy, con el máximo respeto para las personas en sí mismas y por la función que desempeñan, llamar la atención acerca de un detalle terminológico del señor ministro de Hacienda cuando los presentó, que va mucho más allá de la pura terminología, de otro modo no me habría inclinado a comentarlo.

Además de que estos presupuestos llegan a la sociedad como la panacea tanto para las rentas bajas como para los pensionistas de menores pensiones, los ancianos que precisan mayor gasto social que les proteja en sus necesidades, etc., también son, y a ello quiero referirme, los que van a facilitar la financiación –¿reestructuración, rescate...?– de comunidades autónomas y de ayuntamientos, eso sí, no de forma indiferenciada, sino cuando hayan sido cumplidores en materia de disciplina financiera.

¿Cumplidores, en qué sentido? Porque las entidades cumplidoras –y sólo considero tales aquellas cuyos gastos no superen sus ingresos– no precisan ayuda de ningún género.

Cualquier persona que mire su economía familiar o empresarial entenderá los extremos dichos, y no otros, como definitorios de la estabilidad presupuestaria. ¿Puede la administración pública regirse por otros principios? ¿Cabe hablar de estabilidad presupuestaria sólo porque el volumen de déficit esté en el nivel convenido como aceptable?

Un déficit presupuestario, por pequeño que sea, mantenido a largo plazo, daría al traste con cualquier explotación económica, familiar o empresarial. ¿Podemos aceptar que en el sector público las cosas sean diferentes?

En múltiples ocasiones me he manifestado radicalmente a favor de que las deudas se paguen. Si me apuran, más aún en el sector público que en el privado. En este último, un crédito que deviene moroso o insolvente limita sus efectos al entorno de la propia economía familiar o empresarial acreedora; sin embargo, cuando el crédito lo concede el sector público se han tenido que reasignar los recursos en beneficio de unos –morosos o insolventes– y en perjuicio de otros, que han restringido sus necesidades para evitar endeudarse.

¿Por qué ese espanto ante la posible quiebra de un ayuntamiento o una comunidad autónoma? Hay países en que esto ocurre y se resuelve la cuestión como en el sector privado: defenestración del gestor y contracción del gasto. ¿No convendría que los ciudadanos comprobasen que las promesas electorales absurdas tienen un coste muy elevado? ¿Cómo valorar el amiguismo en el despilfarro gubernamental? ¿Qué freno poner, si no, al pródigo que dilapida los recursos procedentes del esfuerzo tributario de los administrados? ¿Cómo penalizar la administración desleal?

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