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Domingo Soriano

¿Democracia fiscal? Del Presupuesto de Montoro al gasto 'intocable'

La capacidad de maniobra de un nuevo Gobierno está muy limitada (cada vez más) por las partidas heredadas de sus antecesores.

La capacidad de maniobra de un nuevo Gobierno está muy limitada (cada vez más) por las partidas heredadas de sus antecesores.
Cristóbal Montoro, junto a su sucesora, María Jesús Montero, en el acto de traspaso de la cartera de ministro de Hacienda. | EFE

Todos hacen lo mismo… y todos quieren diferenciarse del contrario. Una de las paradojas más curiosas de la política de nuestro tiempo es que el margen de maniobra de los gobiernos para cambiar el rumbo de sus predecesores es cada vez menor. Y, al mismo tiempo, eso es lo que les fuerza a exacerbar el conflicto con el adversario, aunque sólo sea para reforzar su marca electoral.

En España, el símbolo de esta nueva era política quizás sea ese Presupuesto eterno de Cristóbal Montoro que se renueva año a año, desde 2018…. y veremos hasta cuándo. El mismo PSOE (¡y el mismo Podemos!) que culpaba al austericidio rajoyano de todos los males habidos y por haber, gobierna sin aparentes problemas con las cuentas que, hace tres años, los populares pactaron con el PNV antes de que los nacionalistas vascos les apuñalaran por la espalda.

Y esto no ocurre sólo en España, por supuesto. En Estados Unidos, donde más se analizan estas cosas, hace años que se percataron de una curiosa tendencia: el Presupuesto cada vez deja menos margen de actuación al gobierno de turno y eso, que unifica (para bien y para mal) la política de unos y otros, no sólo no ha contribuido a acercar los bandos, sino que los aleja irremisiblemente.

Lo explica Tyler Cowen en The complacent class, siguiendo el Índice de Democracia Fiscal que crearon en su momento Eugene Steuerle and Timothy Roeper: "En 1962, dos tercios del gasto federal pertenecían a lo que podríamos denominar como 'democracia fiscal': es decir, era gasto que no estaba asociado a programas preexistentes. A partir de ahí, ese porcentaje empezó a caer y a comienzos de 1980 ya estaba por debajo del 30%. Incluso, en 2009, entró en terreno negativo: la cantidad de gasto comprometida antes de empezar el año era superior a los ingresos previstos. Tras la recesión y el incremento de los ingresos fiscales, esa cifra se recuperó, pero los cálculos apuntan a que para 2022, estará por debajo del 10% del gasto federal".

En España no existe un cálculo similar (y, si existe, nosotros no lo hemos encontrado). Pero allí donde se ha hecho, los resultados son similares. Por ejemplo, en este informe del Max Planck Institute, se obtienen datos muy parecidos para Alemania: de un nivel de gasto discrecional que estaba por encima del 60% del Presupuesto a comienzos de los años 70, hemos pasado a cifras por debajo del 20% (incluso por debajo del 10%, según qué gastos incluyamos en nuestra lista).

Por supuesto, decidir qué partidas incluimos dentro del epígrafe de "gasto discrecional" y cuáles son "gasto comprometido" puede ser objeto de discusión. En EEUU, esa línea puede ser trazada de forma más clara (al menos en el gasto federal) porque cada año el Congreso debe aprobar el Presupuesto en lo que hace referencia al gasto discrecional (de ahí, las noticias, cada vez más frecuentes, de amenazas de cierre de agencias gubernamentales cuando no se alcanza un acuerdo para votar las cuentas del año siguiente).

Para nuestro caso, podríamos diferenciar ambas categorías en función de si es necesaria una actuación directa para renovar un gasto o no. Así, por ejemplo, las pensiones públicas son un "gasto comprometido", porque cualquier Gobierno tiene la obligación de abonarlas. Quizás la parte de revaloriación anual sí podría entrar en "gasto discrecional", porque es una decisión que se toma año tras año.

Que sea "comprometido" no quiere decir que sea intocable. Al igual que ha pasado en Grecia en la última década, podríamos imaginar una situación en la que fuera necesario recortar las pensiones un 10-15-20%. Pero sí quiere decir que para recortar ese gasto hay que adoptar una medida concreta: si no se hace nada, por defecto, el gasto se renueva de forma automática.

En este punto, hay dos extremos: el primero sería el de un Presupuesto base cero, que obligaría al gobierno de turno a decidir cada año, en septiembre u octubre, en qué gastar todo el dinero que recaude en el siguiente ejercicio. El segundo sería el apuntado en 2009 para el caso norteamericano: en aquel ejercicio, los gastos comprometidos eran superiores a toda la recaudación prevista. Entre esos dos extremos hay muchos puntos intermedios; pero, en general, lo que estamos viendo en los últimos años es que el punto intermedio real está cada vez más lejos de este teórico (y nunca puesto en práctica) base cero. Desde una perspectiva liberal, para alguien que quiere reducir el tamaño del Estado, es un problema, porque hacerlo sería cada vez más complicado y llevaría más tiempo.

En Libre Mercado, cada año analizamos las partidas a las que se dedica el dinero de los PGE. Y es cierto que, si eliminamos el gasto comprometido (pensiones, transferencias a otras administraciones, pago de intereses de la deuda, subsidio del paro y otras ayudas similares…) el margen de maniobra que le queda al Gobierno es muy bajo. De hecho, si incluimos el sueldo de los funcionarios públicos (y habría que hacerlo, porque en España tiene una protección especial que blinda su puesto de trabajo) nos quedaría un porcentaje muy pequeño del Presupuesto sobre el que puede disponer un nuevo Ejecutivo. Y lo mismo podría decirse de las administraciones autonómicas y municipales.

La tendencia no hace más que acentuarse según pasan los años, porque buena parte de esos gastos crece por encima del incremento de la recaudación. El ejemplo clásico sería el de las pensiones. En los PGE de 2019, la partida para transferencias corrientes de la Seguridad Social ascendía a casi 155.000 millones de euros (pensiones contributivas y no contributivas, incapacidad temporal, permisos de maternidad y paternidad…). Si a esa cantidad le añadimos los 15.000 millones de clases pasivas, tenemos 170.000 millones de gasto público (y subiendo) sobre el que el Gobierno no tiene apenas control: sólo con esta rúbrica, ya estaríamos en el 33% del total del gasto público.

En realidad, con los datos del Plan Presupuestario 2020 que el Gobierno envió a Bruselas a finales del pasado año, si sumamos las tres grandes categorías de "intereses, transferencias sociales y remuneración de empleados", ya estaríamos por encima del 75% del total de gasto público total previsto en España para este año (y eso sin contar gasto corriente como el de mantenimiento de los propios organismos públicos que también es inevitable acometer).

Las consecuencias

La primera consecuencia de este fenómeno es evidente: la capacidad de cada nuevo Gobierno es muy limitada. Por eso, Steuerle and Roeper hablan de "democracia fiscal": la teoría nos dice que el sistema en el que vivimos gira entorno a las decisiones que tomamos a través de nuestros representantes. Y esos representantes (cuando son candidatos) nos venden un futuro nuevo y brillante si ellos consiguen la victoria. "Todo es posible", nos aseguran los de uno y otro lado, si ellos ganan. Pero al final, lo cierto es que la capacidad para cambiar las cosas, al menos en el lado del gasto, cada vez es más limitada. O, mejor dicho, las hipotecas del pasado (justas o no, ése es otro debate) les atan las manos.

Y no sólo en términos absolutos, sino también en lo que hace referencia al reparto del dinero. Esta crisis del Covid-19 es un ejemplo: ante una emergencia de las que ocurren una vez en un siglo, llama la atención la falta de flexibilidad de los gobiernos para cerrar (siquiera temporalmente) algunos programas y dedicar todos los fondos a otros (sobre todo a los relacionados con la salud y la educación). ¿Algo se ha hecho? Sí, pero con la sensación de que ha sido mucho menos de lo necesario. El sector privado ha demostrado mucha más flexibilidad para cambiar sus patrones de gasto ante la emergencia.

Decimos que tienen las manos atadas y no es del todo cierto. En realidad, las tienen atadas sobre todo para recortar. Porque, una vez que una partida se consolida, es muy complicado eliminarla, sea cuál sea su eficacia real: lo que importa no es si cumple sus objetivos, sino cuánto tiempo lleva en marcha; entre otras cosas, porque sus beneficiarios las interpretan como un derecho adquirido. Por eso, la carrera siempre es al alza, a prometer cada vez más gasto. Y, si puede ser, gasto consolidado, que no pueda ser echado para atrás por el siguiente que venga.

Es muy complicado que una línea del Presupuesto desaparezca por haber cumplido su función. Y en teoría ésa era la lógica cuando se puso en marcha: nos dicen que nos gastamos el dinero con el objetivo de resolver un problema (el que sea). Lo normal sería que muchos de esos problemas se resolvieran y esa partida se cerrase. O al revés: que viésemos que el problema sigue ahí y llegásemos a la conclusión de que el gasto es inútil; lo que también llevaría a recortarlo. Sería lo normal… y lo que no ocurre casi nunca en la práctica.

Podríamos pensar que, ante esta evidencia, la solución debe estar en el lado de los ingresos. Pero por aquí también hay limitaciones. Por un lado, las electorales: porque todos queremos la subvención-prestación que nos toca (ya se llame pensión, educación universitaria semigratuita, ayuda a la vivienda…) pero nadie quiere la otra parte. Pero, además, porque los ingresos tienen el límite de la capacidad fiscal de un Estado y del daño que una subida impositiva puede hacer a la estructura productiva. La Curva de Laffer no sirve para todo (como a veces parece escuchando a sus defensores), pero tampoco es un invento: subir los impuestos puede tener efectos en la actividad que acaben perjudicando (a corto o a largo plazo) al mismo Estado que se quiere financiar.

El resultado era previsible: porcentaje creciente de gasto intocable, ingresos limitados por razones electorales y de eficiencia, y gobiernos que compiten con promesas que casi siempre son al alza… todo esto sólo podía desembocar en una espiral de endeudamiento como la que han sufrido casi todos los países occidentales en los últimos 20-30 años. Una deuda que habrá que pagar, pero que afrontarán los que vengan detrás de los que ahora votan. Es la patada a seguir de la política contemporánea, que lo fía todo a una resolución futura de los problemas que nunca llega. Alguien pagara; o eso se supone, porque nunca se dice ni quién ni cuándo.

De hecho, los actores externos que controlan esa dinámica (en el caso de España se suele recurrir a los mercados y Bruselas como los malos de la película) se perciben como elementos ajenos al juego democrático. El Gobierno, sea cual sea, tiene derecho a decidir cómo gastar y si alguien pone un límite a dichas pretensiones (aunque el límite sea simplemente su negativa a prestarle dinero), se interpreta como una interferencia ilegítima en su capacidad decisoria y en la misma esencia de la democracia.

Por cierto, en todo este proceso no podemos olvidar otra distorsión muy relevante. Como los programas son más fáciles de incorporar que de sacar del Presupuesto, la tendencia tiende a favorecer a los que han ido acumulando ventajas a lo largo de los años. Es decir, a los mayores frente a los jóvenes. Los recién llegados (al voto y al Presupuesto) tiene que pelear por una porción decreciente del pastel, aunque también son los que sostienen ese mismo pastel con su trabajo e impuestos. Y la promesa de que ellos, algún día, se beneficiarán del mismo juego se antoja cada vez más alejada.

La política de la diferencia

Lo más curioso de todo es que esta uniformidad presupuestaria ha generado más (y no menos, como podría pensarse a primera vista) tensión política. Todas las encuestas apuntan a que los votantes de derecha e izquierda cada vez se sienten más alejados de sus vecinos que piensan diferente. En general, el tono del debate se ha elevado mucho en los últimos años, al mismo tiempo que se estrechaba el espacio para alcanzar amplios consensos. España es un ejemplo de manual de este fenómeno, pero no el único (no hay más que mirar a lo que ocurre en EEUU).

Como apuntamos, sólo a primera vista puede parecer contradictorio. En realidad, es una consecuencia casi inevitable. Si dos partidos, rivales en la contienda electoral, no pueden diferenciarse demasiado en la política real que pondrán en marcha si ganan las siguientes elecciones, de alguna manera tendrán que atraer al votante y convencerle de que merece la pena que les apoye. En este sentido, es lógico que lo hagan exagerando lo que les separa del rival, que suele ser más simbólico que real.

En este punto, la izquierda ha jugado mejor sus bazas. Las políticas identitarias tan en boga en las últimas décadas encajan a la perfección en esta tendencia. Buscas un colectivo, le garantizas una renta y sus miembros te asociarán con la obtención de la misma. Por un lado, bloqueas una pequeña porción extra del Presupuesto que será muy complicado que tu sustituto pueda tocar; por el otro, obtienes una ventaja electoral duradera.

Además, esas políticas identitarias, en lo que no tienen que ver con los presupuestos, también sirven para el objetivo de diferenciación electoral. Si en términos fiscales o de gasto (el terreno clásico de confrontación del eje izquierda-derecha), buena parte del pescado está vendido antes de comenzar la legislatura, hay que buscar otros elementos que reconfiguren las alianzas con los votantes y consoliden tu base de apoyos.

La noticia de la que más se ha hablado esta semana, la salida de Cayetana Álvarez de Toledo de la dirección del PP, encaja a la perfección en este esquema. Se ha dicho que el partido busca la moderación, pero no debemos olvidar que el detonante de su cese no fueron unas declaraciones especialmente contundentes contra sus rivales. Más bien al contrario: fue su petición de un gran pacto PP-PSOE-Ciudadanos para afrontar las grandes reformas pendientes.

Álvarez de Toledo planteó siempre una dicotomía real pero complicada de encajar en el debate público actual: por un lado, es evidente que las políticas prácticas llevadas a cabo en la última década son bastante similares (el PSOE hizo una reforma laboral… y el PP también; el PSOE recortó las pensiones… y el PP también). Lo que les separa es aquello que ella más criticaba: esas políticas identitarias que ponen por delante al grupo (también a los nacionalistas) frente al individuo. Por eso, si ahí se ponían de acuerdo, lo otro debería caer por su propio peso.

Y volvemos a lo apuntado hace un par de párrafos. Eso es precisamente lo que PSOE y PP más temen. Que el votante se dé cuenta de lo que tienen en común, que es mucho más de lo que les gusta reconocer. Su futuro depende, en buena parte, de que sus simpatizantes crean que ellos le darán la vuelta, como a un calcetín, al desastre de país que le dejen los otros. Como, además, buena parte del PP no quiere retar el marco general que ha establecido la izquierda en políticas identitarias, sólo les queda el ruido del "nosotros contra ellos" y el argumento (real) de la mejor gestión para separarse de los de Sánchez.

El problema es que esos grandes pactos son también los únicos capaces de hacer variar el rumbo del trasatlántico en el que se ha convertido el Presupuesto. Antes hablábamos de las manos atadas del gobierno de turno: y es cierto, pero también es verdad que a medio y largo plazo se pueden conseguir cambios graduales que sí tengan un impacto significativo. Como un gran buque, al que no puedes hacer girar 180 grados en un palmo de terreno, pero en el que pequeños movimientos de timón pueden suponer un cambio de rumbo importante si la ruta es lo suficientemente larga. Para la política y la economía de un país, es necesario que esos cambios sean permanentes y que cada timonel no deshaga lo que hizo el que estuvo antes a los mandos. Tampoco por aquí hay demasiado margen, en España, para el optimismo.

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