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Jesús Gómez Ruiz

Deflación y bajadas de tipos

Tradicionalmente, se tiende a considerar la inflación y la deflación como dos fenómenos simétricamente opuestos. Si hubiera que dar por válidos los postulados de la teoría cuantitativa del dinero, una situación deflacionaria debería coincidir con tipos de interés elevados. Es decir, si los precios bajan, es que el dinero escasea; luego el precio de la liquidez y del crédito tiene que ser alto. Y al contrario, una situación inflacionaria debería coincidir con tipos de interés reducidos, si se atribuyen las subidas de precios a una excesiva abundancia de dinero.

Sin embargo, la experiencia refleja exactamente lo contrario. En una deflación, bajan tanto los precios como los tipos de interés. El caso más reciente es Japón. Y en una inflación, la subida de precios coincide con el alza de los tipos de interés; tal y como sucedió en España en los años 80.

Afortunadamente, hoy día ya es del dominio público que la única forma de parar una inflación es restringir la concesión de créditos subiendo los tipos de interés, ya que en otro caso, el riesgo de hiperinflación es evidente. Naturalmente, la subida de tipos de interés desencadena la crisis, a la que sigue inmediatamente, dependiendo de la magnitud con la que se haya abusado del crédito previamente, un periodo de recesión o de deflación. Sin embargo, el fenómeno de la deflación provoca la perplejidad de los ministros de economía y los banqueros centrales. Creen que las crisis deflacionarias se producen por escasez de fondos prestables, por lo que inundan el mercado con nuevas remesas de "liquidez" comprando masivamente en el mercado abierto bonos y títulos de deuda, lo contrario de lo que hacen en una época de inflación.

No caen en la cuenta de que la inflación y la deflación son dos caras de un mismo fenómeno: el abuso del crédito y la fijación de tipos de interés al margen de las preferencias de los ahorradores y de las necesidades de los consumidores. Las consecuencias son una mala asignación de recursos productivos, o lo que es lo mismo, no se produce lo que el consumidor quiere. Ante esto, sólo cabe una posibilidad racional: liquidar las malas inversiones, restringir los créditos, asumir las pérdidas y soportar un periodo de escasa actividad y bajo consumo hasta que los capitales perdidos vuelvan a reconstituirse gracias al ahorro. Tal es la razón por la que ni empresas ni particulares desean endeudarse en tiempos de crisis: primero es preciso liquidar las malas inversiones y hacer frente a las deudas, hasta que los beneficios vuelvan otra vez a la zona positiva. No hay que extrañarse, pues, de que bajen al mismo tiempo los tipos de interés y los precios. Los ahorradores transfieren sus fondos de la renta variable a la renta fija, aumentando el precio de obligaciones y bonos y, por lo tanto, disminuyendo su rendimiento. Todas las crisis deflacionarias (la de los años 30 y la actual de Japón son buenos ejemplos) han presenciado un boom en el mercado de bonos.

Cuando las autoridades monetarias deciden rebajar aún más los tipos de interés para "acelerar" la recuperación, no hacen sino echar más gasolina al fuego especulativo en el mercado de bonos. El ahorro disponible se dirige a financiar las políticas de gasto público en lugar de servir para reconstituir los capitales perdidos y poder emprender nuevos proyectos de inversión más acordes con las necesidades de los consumidores. La consecuencia es la perpetuación de la depresión, como mostraron las experiencias de los años 30, así como la de Japón hoy día.

Los déficit públicos y los créditos incobrables no pueden seguir acumulándose uno tras otro indefinidamente en los balances de los bancos. Llega un momento en que el público –incluido el japonés– pierde la fe en la estabilidad de la moneda y comienza a deshacerse de ella paulatinamente, comprando activos reales y transfiriendo sus capitales a países con monedas más sólidas financieramente, deshaciéndose de los bonos denominados en moneda nacional que previamente habían comprado, cuando aún confiaban en su moneda. Incidir en una política de crédito barato en estas circunstancias trae como resultado la temida estanflación y el hundimiento de la divisa.

Aunque la situación financiera norteamericana es mucho más saneada que la de Japón al principio de los 90, no estaría de más que la Reserva Federal tomase nota del ejemplo japonés. Al parecer, Alan Greenspan ha liquidado sus inversiones en bolsa y ha transferido su patrimonio personal a los bonos del Tesoro norteamericano. No sabemos si se trata de un aviso a navegantes o del pistoletazo de salida para una avalancha de la renta variable a la renta fija. Pero en cualquier caso, una cosa parece clara: Greenspan ha dejado de confiar en la eficacia de las bajadas de tipos para reanimar la economía americana, y se prepara personalmente para afrontar una recesión en toda regla. En otro caso, su gesto sería difícil de comprender.

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