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EDITORIAL

La UE decide destruir la industria de la automoción

La supresión de los coches de gasolina y diésel con tan escaso margen de maniobra aboca a toda la industria a un colapso sin precedentes.

La supresión de los coches de gasolina y diésel con tan escaso margen de maniobra aboca a toda la industria a un colapso sin precedentes.
Caravana de coches. | Alamy

Las coacciones estatales para imponer la absurda agenda del Cambio Climático tienen consecuencias muy graves que estamos sufriendo ya. Está ocurriendo con la subida exponencial de los precios de la energía, un fenómeno sin duda agudizado con la guerra de Ucrania que, sin embargo, venía ya cebado de antemano a causa de las regulaciones que castigan el consumo del carbón y el petróleo, las dos fuentes de energía más rentables a corto y medio plazo. Pero donde se están produciendo las compulsiones más dañinas es, sin duda alguna, en el ámbito de la movilidad, un sector situado en el punto de mira de las elites internacionales para imponer su agenda climática aún a costa de provocar grandes destrozos en las economías de no pocos países.

La decisión de la Unión Europea de prohibir los coches de gasolina y diesel en 2035 es la certificación de la muerte de uno de los sectores más importantes de las economías desarrolladas como lo es el de la automoción. En España, la industria automotriz y sus sectores asociados suponen más del 10 por ciento del Producto Interior Bruto, lo que da buena cuenta del peso de la producción de automóviles en la economía nacional. La transformación radical de esta industria sin obedecer a patrones derivados del natural desarrollo tecnológico, sino como consecuencia de las imposiciones ideológicas procedentes del poder político, ponen contra las cuerdas a un sector pujante de la economía que tendrá que recurrir a la fabricación de coches eléctricos si quiere sobrevivir.

El paso de los motores de explosión a los eléctricos no resultaría traumático si la industria de la automoción hubiera alcanzado el punto de madurez necesario para llevar a cabo esta profunda transformación con garantías de rentabilidad. Sin embargo, la supresión de los coches de gasolina y diésel con tan escaso margen de maniobra aboca a toda la industria a un colapso sin precedentes que afectará a las economías de todos los países desarrollados.

Ni los sistemas de almacenamiento de energía de estos automóviles ni su precio los hacen competitivos en el mundo de la automoción, a lo que hay que añadir que un parque automovilístico basado exclusivamente en la electricidad elevaría los costes de producción de la energía hasta niveles prohibitivos salvo para las elites mejor acomodadas. Porque la consecuencia de esta hiperrregulación, bajo el pretexto del apocalipsis climático, es que sólo unos pocos tendrán derecho a circular con sus coches a despecho de la inmensa mayoría de ciudadanos, a los que les resultará imposible hacer uso de estos vehículos ni siquiera para su actividad profesional.

Si estuviéramos ante una amenaza cierta, basada en datos científicos incontestables, la población podría asumir el enorme sacrificio que supone pasar del coche de gasolina o diesel al eléctrico en tan corto espacio de tiempo. Lo siniestro en este asunto, sin embargo, es que esta imposición política surge de los burócratas de Bruselas tan sólo un para imponer una agenda apocalíptica, que busca limitar sensiblemente el derecho de movilidad.

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