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Manuel Fernández Ordóñez

El tiro en el pie de los impuestos al CO2

Los impuestos al CO2 no favorecen un cambio tecnológico, lo único que hacen es subir artificial y premeditadamente el precio de la electricidad.

Los impuestos al CO2 no favorecen un cambio tecnológico, lo único que hacen es subir artificial y premeditadamente el precio de la electricidad.
Emisiones en una factoría. | Pixabay/CC/jwvein

Hay quien ve fallos del mercado por doquier. Esencialmente, todo aquello que no les gusta es un fallo del mercado y se soluciona de la única forma que conocen, creando impuestos. Este modus operandi se remonta a hace más de cien años, cuando el economista Alfred Marshall acuñó el término de externalidad. Las externalidades tienen lugar cuando no se tiene en cuenta la totalidad de los costes, por ejemplo, una fábrica que no paga el coste de contaminar un río cercano.

Un discípulo de Marshall, Arthur Pigou, propuso en 1912 que las externalidades debían ser resueltas mediante la intervención del estado a través de la creación de impuestos que recayeran sobre el causante de la externalidad. Por ello, este tipo de tributación se conoce como impuesto pigouviano. A pesar de que esta visión ha sido ampliamente refutada por economistas posteriores como Coase, Demsetz o Yandle, sigue sobreviviendo hasta nuestros días y es la base sobre la que se asienta buena parte del entramado fiscal que nos asfixia.

Para argumentar su causa, Pigou seleccionó como ejemplo del ferrocarril en Inglaterra. En concreto los incendios que las brasas de carbón provocaban en los campos aledaños a las vías. Se trataba de una externalidad clara, de un clamoroso fallo del mercado que exigía la intervención del estado y la creación de un impuesto a las compañías de ferrocarril que sirviera para hacerse cargo de las indemnizaciones a los propietarios de los campos incendiados. Pero no era verdad, Pigou obvió que no se trataba de un fallo del mercado, sino de un fallo del Estado.

En un mercado libre, cualquier propietario podría denunciar a la compañía ferroviaria por incendiar sus tierras. En la Inglaterra de principios de siglo no se podía porque el Estado lo prohibía a través de una legislación especial. En 1905 se decretó la Ley de Ferrocarriles que eximía a las compañías de cualquier responsabilidad sobre los incendios generados. ¿Por qué? Porque se suponía que el ferrocarril era algo bueno para el interés general y, por tanto, el interés particular de los campesinos debía supeditarse al bien común. En definitiva, un atentado contra la propiedad privada que obligaba a los campesinos a hacerse cargo del coste de las externalidades de la actividad ferroviaria. ¿Era un fallo del mercado? No, era el resultado de una intervención del Estado.

Los impuestos europeos sobre las emisiones de CO2 son una suerte de impuestos pigouvianos contemporáneos. Según el relato oficial, las emisiones de CO2 son un fallo del mercado que únicamente se puede solucionar mediante la intervención estatal y el establecimiento de impuestos. Lo que se pretende es conseguir, de manera artificial, que cualquier tecnología que emita CO2 sea muy cara. Haciendo esto, los emisores migrarían hacia tecnologías más limpias para ahorrarse el pago del impuesto. Sobre el papel suena más o menos bien.

El problema es que, en muchos casos, no tenemos alternativas tecnológicas a las que migrar. Un ejemplo de esto es la producción de electricidad a partir de centrales de ciclo combinado de gas. Simplemente, no podemos prescindir de ellas porque los sistemas eléctricos serían insostenibles. En este escenario, un impuesto pigouviano no soluciona nada porque eres cautivo de la tecnología emisora, no puedes migrar hacia otra. Lo único que estás haciendo es subir artificial y premeditadamente el precio de la electricidad.

En esas estamos en Europa, donde los derechos de emisión de CO2 están en precios que rondan los 85 euros por tonelada cuando hace no mucho tiempo estaban por debajo de los 10. Esto ocasiona que los precios de la electricidad sean terriblemente altos y con pocas expectativas de bajar. De hecho, ya hay quien dice que para conseguir la neutralidad climática en 2050 los derechos de CO2 tendrán que alcanzar precios cercanos a los 1.000 euros por tonelada.

Precios altísimos de la electricidad, precios altísimos de productos industriales, desempleo, pobreza, inflación, pérdida de riqueza y frenazo del progreso. El decrecimiento, en definitiva. Es lo que buscan, en realidad.

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