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Domingo Soriano

Lo que tienen en común Fernando Alonso y los tractoristas

En demasiadas ocasiones lo que piden los agricultores es más regulación, para controlar a unos agentes que sienten que tienen más poder que ellos.

En demasiadas ocasiones lo que piden los agricultores es más regulación, para controlar a unos agentes que sienten que tienen más poder que ellos.
Dos participantes en las protestas del sector agrícola y ganadero, en Salamanca, durante una parada para el almuerzo. | EFE

No soy muy aficionado a la Fórmula 1. Pero recuerdo una anécdota de hace tiempo que se me quedó grabada. Era una de esas temporadas en las que un equipo dominaba por completo el Mundial (intuyo, por la época, que serían los años de Sebastian Vettel en RedBull). Y volvió a salir el tema del cambio de reglamentación para reducir las ventajas de que disponían los equipos más grandes e igualar las cosas en la parrilla. Lo que recuerdo no fue si se trataba de limitar la potencia, de obligaciones en la aerodinámica o del número de motores que podían usar a lo largo del Campeonato. En realidad, lo que se quedó en mi memoria fue la reflexión de uno de los responsables de uno de esos equipos de mitad de tabla a los que se supone que iba a beneficiar aquello. El tipo dijo algo así como "al final, las nuevas normas siempre vienen bien a los grandes, porque son los que tienen más recursos para innovar y adaptarse a esas restricciones".

Me quedé con aquella frase porque me pareció muy adecuada también para los negocios. Cada cierto tiempo, en un sector, un jugador dominante se impone. Comienza a acaparar cuota de mercado y posición de dominio. Y entonces entra la política que, en nombre de los consumidores, señala la injusticia de aquella situación (incluso aunque el actor dominante lo haya logrado simplemente ofreciendo mejores servicios a los consumidores) y abre un proceso legislativo para equilibrar las fuerzas. Por supuesto, los interlocutores privilegiados en el Congreso o en la cámara autonómica correspondiente son los pequeños negocios, aquellos a los que en teoría hay que proteger. Por doble supuesto, esos políticos aseguran que atenderán las demandas de las asociaciones de pequeños empresarios con preferencia sobre ninguna otra consideración. Y por supuestísimo, la retórica asegura que viviremos un futuro en el que esos gigantes desaparecerán o verán disminuida su cuota de mercado en un mar de competencia en el que emprendedores, start-up y pymes pueden por fin enfrentarse a ellos en igualdad de condiciones.

No sé ustedes. Pero no me suena que esto haya ocurrido demasiado a menudo. Sí lo del proceso legislativo. El paso 1 siempre sucede. Se toman medidas, se aprueban leyes y se hacen fotos en la puerta del Congreso asegurando que estamos ante el fin del monopolio-oligopolio y que por fin el pez pequeño se podrá comer al grande. Pero el paso 2, que ese gigante desaparezca y comiencen a dominar la situación los pequeños, no ocurre nunca. De hecho, tengo para mí que en los sectores intervenidos se consolidan esas tendencias.

Es cierto que durante unos meses las empresas tienen que adaptarse a la nueva legislación y que lo hacen a un enorme coste. Pero casi siempre ocurre lo que denunciaba aquel director de equipo con cierta resignación: puestos a enfrentar restricciones, los grandes lo hacen mejor. Si no pueden con motores más potentes, se gastarán el dinero en aerodinámica y túneles del viento. Pero el resultado final les favorecerá.

Para empezar porque la ley casi nunca es tan dañina como se vende a la opinión pública. Sí, las reuniones con luz y taquígrafos son con sindicatos y organizaciones empresariales de pymes. Pero nadie puede creer que una gran empresa se quedará parada. Hará lobby (como todos) y lo hará mejor que sus competidores. Como, además, la norma no puede ser nominativa, sino que tiene que plantear premisas generales, incluso disposiciones que aparentemente le perjudican, acaban siendo beneficiosas.

El campo

Todo esto viene un poco a cuenta de las protestas del campo. Porque al final, en demasiadas ocasiones lo que piden los agricultores es más regulación. ¿Para qué? Para controlar a unos agentes externos que sienten que tienen más poder que ellos: supermercados, distribuidores, grandes explotaciones, mutinacionales de la alimentación, importadores...

En ocasiones, las quejas tienen todo el sentido económico del mundo. Si en la cadena de valor de un producto hay un punto en el que un único agente domina la situación (o unos pocos agentes) frente a una multitud de intervinientes, lo más probable es que pueda imponer las condiciones. Nunca lo hará del todo, pero sí es razonable pensar que sacará más tajada (margen) que aquellos con los que negocia. En muchas otras, no.

Desde fuera, mi sensación es que los problemas del campo derivan de tres realidades económicas de complicada solución. La primera, del consumidor, que por mucho que diga que quiere a sus agricultores y que está deseando ayudarles... no lo hace. O no del todo. O no a cualquier precio (en realidad, no ayuda a casi ninguna subida de precio). Una cosa es decir que sólo compraremos producto nacional y otra, hacerlo.

Porque, además, hay que recordar que no toda la producción agrícola termina en los mostradores del producto fresco, en el que sí hay más tendencia a mirar la procedencia y calidad. Cada vez más compramos envasados en diferentes formas (de las judías verdes congeladas al tomate frito o triturado) y ahí la etiqueta de procedencia tiene mucha menos relevancia.

La segunda causa de los problemas del campo tiene que ver con las características de su propio mercado. En el libro de texto que utilizo para mis clases de Microeconomía (el manual de Tyler Cowen y Alex Tabarrok) se utiliza el sector agrícola para ilustrar sobre la elasticidad de la demanda. Más bien sobre la inelasticidad de la misma. Así lo describen: "Los granjeros americanos han trabajado para quitarse a sí mismos el trabajo. Las mejoras en la productividad de las explotaciones han reducido los costes, desplazando hacia la derecha la curva de la oferta y reduciendo los precios de la comida. Pero como la curva de demanda de este tipo de bienes es tan inelástica, la cantidad de comida demandada ha crecido muy poco en relación a la caída del precio. Como resultado, los ingresos del sector han caído". Algo de eso hay y, de nuevo, el responsable es el consumidor que no responde a reducciones en el precio disparando la cantidad consumida (aquí hablamos de tendencias de décadas, no tanto de lo ocurrido con los precios en los últimos dos-tres años).

Porque, además, esa mejora en productividad ha tenido otra consecuencia inesperada: hace falta menos mano de obra para trabajar el campo y para cosechar y recoger mucho más alimento, lo que se traduce en el despoblamiento del mundo rural que tanto preocupa a los que todavía viven por allí.

Por último, la cuestión de las externalidades, en este caso positivas, que no logran capitalizar. ¿Los urbanitas queremos un mundo rural vibrante y dinámico? Sí. ¿Queremos pueblos vivos que da gusto visitar? Nos encanta. Tanto cuando vamos en vacaciones como si se trata de una salida de fin de semana para comernos un cochinillo con los amigos. ¿Queremos que haya agricultores y ganaderos porque son una garantía de un medioambiente más cuidado? También. Por ejemplo, con la gestión de los bosques en la lucha contra los incendios: sin población rural, quién hará esa imprescindible tarea.

El problema de esto esto es cómo remunerar a quien realiza todos estos servicios. Si nos preguntaran uno a uno a todos los habitantes de España si nos parece que la belleza de nuestros pueblos, el cuidado de los paisajes y el mantenimiento del mundo rural son un bien económico, diríamos que sí. Porque lo son. Pero no sabemos cómo pagar por ello. Los intentos que se han hecho (y eso ha sido la PAC en las últimas décadas) no han salido nada bien.

¿Soluciones?

Llego al punto de las soluciones con muchas menos ideas. La primera, obvia y en la que coinciden los participantes en las protestas de estos días, es desregular. La famosa Agenda 2030 ha cargado de obligaciones a un sector que compite con muchos otros oferentes (los de fuera de la UE) que no tienen este lastre. Ahí sí, creo que es evidente que nos hemos pasado de rosca: por mucho y desde hace mucho. En mi opinión, es el principal problema del campo europeo así que todo lo que diga es poco sobre el absurdo de las regulaciones medioambientales, sanitarias, obligaciones en el manejo del producto, sobre el envasado o etiquetado, etc...

Las demás alternativas que se me ocurren son menos evidentes. La primera que me viene a la cabeza es utilizar esa demanda inelástica de la que hablábamos antes en su beneficio (menos cantidad y más precio): pero esto no es tan sencillo. En el agregado sí puede ser cierto que estamos en un sector en el que la cantidad no se mueve mucho incluso si varían los precios bastante. En cada producto individual tiendo a pensar que no es así y que una subida de precios sí afectaría bastante a la cantidad demandada (comprando otra materia prima, redirigiendo al consumidor hacia el envasado, etc...). Además, para lograrlo habría que hacerlo de forma conjunta y eso nunca es fácil (por cierto, aquí el regulador les acusaría de cartelización, cuando eso no sólo no sería un problema sino que podría ser una de las soluciones).

En relación a esto último, también está el asunto del tamaño. No creo que la cadena de distribución de los alimentos sea como la describen nuestros políticos: unos pocos intermediarios controlan todo lo que allí pasa y se aprovechan de los productores (a los que pagan precios de miseria en origen) y los consumidores (a los que cobran precios disparatados en el súper). No hay más que echar un vistazo a las cuentas de las grandes superficies (de Mercadona a Carrefour) para comprobar que son negocios que sacan su beneficio de la rotación, no de los márgenes por unidad vendida.

Pero, incluso así, está claro que a los agricultores les penaliza la atomización del sector. Pero su lucha no debe ser por imponer regulación a los grandes, sino por unirse. Ahí sí podría hacer algo el poder público. No interviniendo en el mercado o creando una gran empresa púbica, lo que sería absurdo, caro y contraproducente. Pero sí impulsando (casi siempre sólo como coordinador y facilitador) las cooperativas agrarias y ganaderas. Y la fusión o colaboración entre las que ya existen. No tendría que gastarse ni un euro: un consejero de Agricultura que simplemente siente en la mesa a varias cooperativas y les obligue a hablar durante un rato, a ver si encuentran puntos de unión para un acuerdo. Si no sale... pues nada. Pero por intentarlo no se pierde nada. Normas más sencillas para formar este tipo de uniones y una cierta predisposición de la administración a actuar como elemento de coordinación (por ejemplo, facilitando arbitrajes para resolver los conflictos que puedan surgir).

La solución más complicada es la que tiene que ver con el consumidor. Aquí su objetivo debe ser diferenciar su producto y hacer ver al urbanita que su producto es mejor y que merece un precio superior. Lo mismo que hacen las marcas de ropa, por ejemplo: pagamos más por una camiseta con un logo que por otra muy parecida sin ese sello. ¿Por qué? Porque nos da seguridad, porque creemos que será de más calidad o simplemente por presumir. No hacemos lo mismo con los alimentos. Sí, decimos que lo haremos... pero luego no es tan habitual como lo afirmamos.

En este punto, de nuevo, el tamaño y la diferenciación son clave: cooperativas que establezcan estándares de calidad, denominaciones de origen, asociaciones de productores que publiciten la singularidad de tal o cual producto (el otro día veía una campaña de Alaska, para la granada de Elche, excepcional).

Y vuelvo al principio, pedir más normas pensando que eso acabará con los grandes nunca ha funcionado. Ni las normas serán como las que ellos tienen en la cabeza (sólo hay que ver por dónde va la legislación europea tras años de presión y lobby de las asociaciones del sector); ni, aunque fueran exactamente lo que piden los ganaderos-agricultores, harán tanto daño a esos grandes actores del sector como ellos se imaginan. Miren a Fernando Alonso, posiblemente el mejor piloto del mundo en las últimas dos décadas pero casi siempre en el equipo equivocado. Como les decía antes, no sigo mucho la Fórmula 1, pero de vez en cuando me llegan noticias sobre una nueva evolución de la escudería del asturiano o de un cambio de reglas que entrará en vigor en un par de temporadas y que, esta vez sí, le permitirá aspirar de nuevo al Campeonato. ¿Y al final? Sí, al final gana de nuevo RedBull.

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