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Robert J. Barro

El acero no requiere protección

Me gustan muchas de las políticas del presidente George W. Bush, especialmente su dedicación a la guerra contra el terrorismo, y su enfoque en la política impositiva también tiene mérito. Sin embargo, los admiradores del presidente tuvieron que sentirse decepcionados ante la decisión de imponer altos aranceles a la importación del acero.

La explicación del presidente fue patética. Argumentó que los aranceles al acero son en cierto modo consistentes con el libre comercio, que la industria nacional es importante y lucha por su existencia, que la ayuda es temporal y le permitirá reestructurarse. Una de las razones por la que ese es un argumento absurdo es que las grandes siderúrgicas integradas en Estados Unidos, las llamadas “Big Steel”, han recibido protección gubernamental y subsidios por más de 30 años.

La tradición proteccionista se remonta a 1969, cuando el presidente Nixon obligó a Japón y a Europa a aceptar las llamadas limitaciones voluntarias para evitar la imposición de cuotas de importación. Esa desafortunada política económica encajaba bien con los demás errores económicos de Nixon, incluyendo los controles de precios, la gran expansión de los beneficios del Seguro Social, la ley de protección a especies en peligro de extinción y la velocidad máxima de 55 millas por hora. Desde hace tiempo opino que Nixon ha debido ser procesado por su política económica, más que por Watergate.

En lugar de fomentar la reestructuración de la industria, el proteccionismo ha mantenido a productores ineficientes, costándole mucho dinero a los consumidores. Como informó en el año 2000 Anne O. Kruger, ahora subdirectora-gerente del Fondo Monetario Internacional: “La industria siderúrgica americana ha sido la campeona en cabildeo y busqueda de protección... Supone un desilusionante ejemplo de la habilidad de los grupos de presión en el cabildeo ante Washington a favor de medidas que dañan al público en general, para favorecer a un pequeño grupo”. Otra manera de decirlo es que por cada dólar que los contribuyentes y consumidores pagan por protección al acero, quizás 50 centavos benefician a los dueños y trabajadores de las grandes siderúrgicas, mientras que los otros 50 centavos se pierden.

Desde los años 50, “Big Steel” ha estado renuente a hacer las inversiones en nuevas tecnologías efectuadas en otros países. Fue lento en reemplazar los hornos abiertos por hornos oxigenados y se retrasó en la utilización de vaciado continuo, mientras convenía en pagar altos sueldos a sus obreros sindicalizados. Por eso tienen dificultad en competir no sólo con los más eficientes productores de Asia y Europa, sino también con las tecnológicamente avanzadas mini-siderúrgicas que utilizan chatarra como materia prima. Nucor Corporation y otras mini-siderúrgicas logran el 50% de las ventas en Estados Unidos.

Los beneficios de las siderúrgicas también dependen de los precios del acero, que a pesar de los intentos de protección gubernamental dependen principalmente del mercado mundial. Estos precios eran relativamente altos hasta el año 2000, pero han caído, por la recesión mundial, a su nivel más bajo en 20 años. Aunque esos bajos precios afectan a las siderúrgicas americanas, benefician a la economía. Estos precios bajos indican que las grandes siderúrgicas deben desaparecer aún más rápido de lo que ha estado sucediendo.

En lugar de cerrar o modernizar, las siderúrgicas se quejan de la inundación de acero extranjero a bajo precio. Sin embargo, es difícil entender por qué es malo para la economía que los extranjeros nos quieran vender a bajos precios. La extrema forma de “dumping” es que nos regalen el acero y ¿acaso eso sería malo?

Una vez que Bush se apartó del principio republicano de libre comercio, concediendo protección al acero, se hubiera esperado que los demócratas tomaran esa bandera. Los demócratas han podido acusar a Bush de dar asistencia a los empresarios, sin embargo su queja fue que los aranceles han debido ser aún más altos. Qué triste, pero la explicación es que los aranceles también benefician a los sindicatos en estados políticamente importantes. Ambos partidos tratan así de conseguir el voto de los sindicatos en las elecciones de noviembre y esperan que el resto de la sociedad no se dé cuenta del daño que le hicieron.

Estoy seguro de que los principales asesores económicos de Bush están en contra de esos nuevos aranceles y falta por ver lo que harán después de que el presidente rechazó sus recomendaciones. Declararse públicamente contrarios a una parte importante de la política del gobierno no ayudaría a seguir siendo parte del equipo económico. Así es que la decisión sería quedarse callados, como parece estar sucediendo, a excepción del Secretario del Tesoro Paul O’Neill, o estar suficientemente molesto como para marcharse. Yo probablemente me iría. Pero esa sería una decisión fácil para mí porque, excluyendo la ocasión en que Ronald Reagan fue electo, nunca me ha atraído ser asesor del gobierno.

Robert J. Barro es profesor de Economía de la Universidad de Harvard y académico de la Hoover Institution.

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