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Carlos Sabino

Los derechos del trabajador

Así se produce entonces la aparente paradoja de que cuanto más ambiciosas son las leyes en su intento de favorecer al trabajador más amplia se hace la brecha entre el sector formal y el informal de la economía

En América Latina, los derechos del trabajador son sacrosantos. Tribunales especiales fallan casi siempre a su favor, pues se los considera la parte más débil en toda disputa, y la legislación vigente asegura que ningún cambio pueda hacerse para disminuir las prerrogativas de las que gozan. Por eso es que –en casi todas partes– se fijan por decreto salarios mínimos, hay jugosas indemnizaciones por despido, protección amplia a la maternidad, vacaciones, bonos y aguinaldos, sistemas de salud obligatorios, pensiones a edades tempranas y condiciones de trabajo definidas en detalle por la ley. Cualquiera podría pensar que, con toda esta protección, nuestros trabajadores gozan de un nivel de vida estable y que disfrutan de una cierta prosperidad.
 
En los Estados Unidos, por otra parte, las leyes son mucho menos favorables para el trabajador. No se los considera, por lo general, como un sector aparte que deba ser especialmente protegido y, por lo tanto, su vida laboral resulta bastante insegura: no hay indemnizaciones por despido y los contratos laborales se terminan sin más cuando una de las dos partes así lo desea, los bonos especiales son decisión de cada empresa y las vacaciones, casi siempre, son relativamente cortas. Se trabaja duro, como dicen todos los que allí viven, y el estar o no ocupado depende más de la situación económica general que de alguna garantía legal que obligue a la inamovilidad. Con todo esto, podría imaginarse, sus condiciones de vida serían difíciles e inestables, y los sueldos cercanos al nivel de supervivencia.
 
Pero todos sabemos que las cosas no son así. Los obreros norteamericanos gozan de un poder adquisitivo que, en términos reales, es por lo menos diez veces mayor que el de nuestros trabajadores. Estos reciben salarios mensuales de 100 o 200 dólares, mientras que en Estados Unidos suelen ganar esa misma cantidad… pero por día. Ellos viven mucho mejor, tienen acceso a todo tipo de bienes y a créditos generosos para obtener vivienda y dependen, en la práctica, muy poco del sistema estatal de seguridad social allí vigente. Su elevado nivel de vida no es producto de una legislación generosa o de una intervención constante del gobierno sino de una economía en expansión, con grandes inversiones, moderna tecnología y muy alta productividad.
 
No es el caso de lo que ocurre en América Latina, que por lo general crece muy lentamente y con frecuencia vive en condiciones de crisis. Los amplios derechos que la ley concede a los trabajadores no son capaces de producir el bienestar social porque éste no depende de decretos, leyes o regulaciones, sino de la productividad y fortaleza de la economía. Y, para colmo, ocurre otro fenómeno que conocemos muy bien los latinoamericanos: las leyes laborales, de hecho, sólo protegen a algunos. Fuera de su sombrilla protectora se extiende el amplio sector de la economía informal, donde los trabajadores no pueden obtener muy buenas condiciones laborales pero, por lo menos, consiguen trabajo, que es la primordial preocupación de quienes viven en situación de pobreza. Se crea así una injusta división social: mientras más beneficios y protección otorgan las leyes menos son las compañías capaces de cumplirlos y, a la vez, de continuar en el mercado. Los altos costos que implica la legislación impiden la creación de muchas empresas que no puedan siquiera llegar a constituirse, reducen las inversiones y hacen que los empresarios lo piensen dos veces antes de contratar nuevo personal. Con pocas inversiones las economías no logran despegar y, por eso mismo, quedan rezagadas en la carrera por obtener mayor productividad y mayor bienestar.
 
Así se produce entonces la aparente paradoja de que cuanto más ambiciosas son las leyes en su intento de favorecer al trabajador más amplia se hace la brecha entre el sector formal y el informal de la economía, menos inversiones se efectúan y más lento se hace el crecimiento económico, único motor capaz de sacar a las sociedades de la pobreza. Es de lamentar que, hasta ahora, la mayoría de nuestros gobiernos se haya empecinado en recorrer este camino de ilusiones, que tan pocos resultados positivos nos ha dado en la práctica.

© AIPE

Carlos Sabino es doctor en ciencias sociales y profesor de la Universidad Francisco Marroquín

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