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Manuel Ayau

Productividad y subsidios

Es un lujo de países ricos subsidiar a empresarios agrícolas con programas de beneficencia corporativa (“corporate welfare”) para lograr contribuciones a campañas electorales.

Los subsidios son transferencias regresivas de riqueza. Unos se logran tomando dinero de los impuestos que paga toda la gente para dárselo a unos privilegiados. Otra manera es causando, mediante una ley, que la gente tenga que pagar directamente a los privilegiados un precio mayor al del mercado. El costo del primer método es claro. El segundo está mejor disfrazado. Ambos coercitivamente disminuyen la productividad del país.
 
En el segundo caso, el costo del subsidio es la diferencia entre el total de lo vendido menos lo que hubiera costado en el mercado. Esa diferencia, de la que ha sido privada la gente que paga el subsidio, corresponde a lo que hubiesen podido comprar de otros bienes y servicios. Es decir que tuvieron que dejar de comprar otras cosas que también crean empleo, impuestos, etc.
 
Es obvio que nadie subsidiaría a otros voluntariamente, ya que el sobreprecio empobrece: se requiere de una ley para que unos sacrifiquen a otros impunemente. Los subsidios los establecen para hacer rentable actividades que no son competitivas y para proveer una renta, no devengada en buena ley, al privilegiado.
 
Para que un subsidio sea políticamente factible, su costo debe estar disperso entre muchos de manera que el daño a cada persona sea pequeño y no le amerite cabildear ni generar oposición política; y el beneficio del subsidio deberá estar concentrado en pocos para que sea importante y amerite cabildear y hasta sobornar para lograrlo. Por ello, los subsidios son regresivos en el sentido que son transferencias de pobres a ricos.
 
La prueba de ácido de si una actividad produce o no una pérdida social estriba en si necesita o no de subsidio para ser rentable. Si la actividad necesita ser subsidiada es porque comparada con otras inversiones no compite ni en rendimiento ni en el mercado de recursos complementarios.
 
Los daños no son obvios porque las actividades desplazadas no se ven y las subsidiadas sí. No es obvio que si se subsidia a alguien que produce divisas, en efecto se está subsidiando la oferta de dólares, bajando así su precio y mermando el rendimiento (productividad) de quienes exportan sin subsidio.
 
Tampoco son obvias las pérdidas de aquellas actividades económicas desplazadas por las privilegiadas. Ni es obvio que para no engañarse a sí mismo, en el cálculo del Producto Interno Bruto (PIB) se debe restar el monto de los subsidios, pues son una simple transferencia de lo que ya fue sumado una vez como parte de la producción y, si se cuentan en el ingreso de los que pagan el subsidio, hay que restarlo del valor de la producción subsidiada para no sumarlo dos veces. Por último, tampoco resulta obvia la consecuente pérdida de ingresos fiscales de las actividades desplazadas (costo de oportunidad).
 
Es un lujo de países ricos subsidiar a empresarios agrícolas con programas de beneficencia corporativa (“corporate welfare”) para lograr contribuciones a campañas electorales. Pero nadie puede negar que empobrezcan al pueblo. No deberíamos copiar esas malas costumbres. Las pérdidas de cada subsidio han sido cuantificadas en abundancia y no es necesario ver estudios, pues basta ver que si una actividad necesita de privilegios para subsistir no es rentable para el país. ¡Y que fácil es ser empresario subsidiado!
 
No aprovechar los subsidios de otros países que abaratan nuestros abastecimientos es una empobrecedora tontería. Como decía Bastiat hace ciento cincuenta años, no aprovechar esos subsidios equivale a tirar de regreso al mar la tabla que llegó flotando para no perder la oportunidad de ir a talar un árbol.

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