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Emilio J. González

¿Es la hora de la reforma?

Es el problema del empleo seguro y de por vida, que una vez que se consigue, desaparecen los incentivos para la eficiencia por la imposibilidad casi absoluta de despedir a un funcionario en España.

El ministro de Administraciones Públicas, Jordi Sevilla, quiere emprender una de las reformas más necesarias para que la Administración Pública sea todo lo eficiente que los ciudadanos deseamos y necesitamos: la de la Función Pública. La cuestión es si conseguirá llevarla a buen fin.

Jordi Sevilla acaba de presentar la propuesta de su Departamento para el Estatuto Básico del Empleo Público, que incluye un punto tan básico como polémico: la posibilidad de poder despedir a aquellos funcionarios que no realicen su labor correctamente. Basta con recordar muchas de las experiencias que hemos tenido cualquiera de nosotros con la Administración para entender la necesidad de acometer tal reforma. En España hay muchos funcionarios muy honrados y eficientes pero, por desgracia, también hay que decir que otros no lo son tanto. Es el problema del empleo seguro y de por vida, que una vez que se consigue, desaparecen los incentivos para la eficiencia por la imposibilidad casi absoluta de despedir a un funcionario en España. Eso es algo que hace perder mucho tiempo y mucho dinero a los ciudadanos y a las empresas y que, además, proporciona una mala imagen, posiblemente muy injusta, de lo que realmente es la Función Pública y de las personas que forman parte de ella. Cuántas veces hemos oído chistes e historias de funcionarios y su desinterés por el trabajo y qué pocas veces hemos escuchado aquellas otras que hablan de probidad en el desempeño de su labor. Pero es que ocurre como con la información, que no es noticia de primera página que un perro muerda a un hombre pero sí que un hombre muerda a un perro.

Entendida la necesidad de semejante reforma, hay que hablar, sin embargo, de otra cuestión más espinosa, esto es, los fines de la reforma. Jordi Sevilla habla de mejorar la eficiencia de la Administración Pública y yo no pongo en duda su palabra. Lo malo es que hay ocasiones en que bajo la capa de la eficiencia se oculta la realidad de la politización, esto es, que la posibilidad de prescindir de funcionarios y sustituirlos por otras personas abra las puertas a la politización abierta de la Administración y a su conversión absoluta en el pesebre del que comen los amigos, amiguetes y allegados del partido en el poder. Ese riesgo, desde luego, no se puede descartar, sobre todo si recordamos la forma en que los socialistas llenaron de los suyos la Administración Pública cuando llegaron al poder en 1982. Esa experiencia nos enseñó a todos que, sea cual sea el partido que gobierne España, hay que mirar con cautela a cualquier intento de reforma de la Función Pública en este sentido.

Hoy por hoy no hay más razón para suponer la posibilidad de una politización de la Administración que la que proporciona la experiencia, pero si ha ocurrido una vez, puede volver a suceder en cualquier momento y con cualquier partido. Eso es lo que hay que evitar. En el texto presentado por Jordi Sevilla no hay nada que haga suponer que las intenciones del ministro no son otras distintas a las de la búsqueda de la eficiencia en la Administración porque la clave no está en el Estatuto, sino en su desarrollo reglamentario, en la regulación de las causas objetivas de despido de un funcionario. Por tanto, hasta que no se conozca el texto del reglamento, no se puede hacer más que lanzar una necesaria advertencia de cautela sobre un Estatuto y un reglamento que necesita el consenso de todos los partidos y, aún así, habría que mirar con lupa su contenido.

Por otra parte, la reforma de la Función Pública que quiere llevar a cabo Jordi Sevilla es, sin duda, bastante polémica. Son millones en España las personas que trabajan como funcionarios y, por tanto, hay millones de votos en juego con una reforma de estas características. Porque una cosa es que los funcionarios tengan mala imagen y otra muy distinta que no sepan defenderse. Recuerden sus protestas cuando, a finales de 1996, el Partido Popular decidió congelar su sueldo en 1997 con el fin de reducir el déficit público y poder cumplir los criterios de convergencia que daban el pasaporte al euro.

El PP salió bien parado porque consiguió el gran objetivo para el país, que era la pertenencia de España a la Unión Monetaria Europea, con las alegrías que dicha pertenencia así como los esfuerzos de saneamiento económico para llegar a ella ha dado a los españoles en términos de empleo y bienestar económico; pero también salió bien parado porque acometió semejante medida al principio de la legislatura. Jordi Sevilla, en cambio, ha lanzado su propuesta cuando la legislatura ya ha sobrepasado su ecuador y en unos momentos en que la popularidad y la imagen del Gobierno están bajo mínimos y no remontan ni siquiera con la ayuda de la tregua de ETA. Además, las discusiones sobre el Estatuto, así como su tramitación, se van a prolongar durante tiempo, como ocurrirá después con las referentes a la regulación de las causas objetivas de despido de un funcionario, todo lo cual situará el fin del proceso en una fecha próxima a las elecciones. ¿Será capaz este Gobierno de llegar hasta ese punto, con el coste político que le puede suponer a un Ejecutivo que cada día cuenta con menos apoyos entre la población, incluidos sus votantes? Lo dudo.

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