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Emilio J. González

Francia, enferma

Jacques Chirac acaba de anunciar la retirada del proyecto y su sustitución por un paquete de medidas alternativo que, como siempre ocurre en estos casos, va con cargo al bolsillo de todos los ciudadanos.

Europa, sobre todo Francia, está enferma de proteccionismo y España empieza a contagiarse de él. A lo largo del siglo XX, los distintos Estados europeos han erigido enormes sistemas de protección social que, hoy por hoy, son inviables desde el punto de vista de las finanzas públicas y se han constituido en el principal obstáculo para la creación de empleo en la Unión Europea. El debate, en estos momentos, en el seno de la UE no es cómo mejorar los niveles de vida de la población, cosa que se consiguió a lo largo de la segunda mitad del pasado siglo, sino cómo llegar al pleno empleo en el mundo de la globalización sin renunciar a lo que los líderes políticos han venido en llamar el modelo social europeo. En principio, ese objetivo parece loable pero es tan corto de miras como las de aquellos que lo defienden porque la verdadera naturaleza del problema reside, precisamente, en el modelo social europeo, que está impidiendo a la economía del viejo continente dotarse de la necesaria flexibilidad y capacidad de adaptación para permanecer a la vanguardia de la economía mundial.

Una de las características del modelo social europeo es su elevado grado de proteccionismo hacia el empleo, el principal obstáculo para que la tasa de paro se reduzca hasta los niveles de Estados Unidos. Las empresas se niegan a realizar contratos indefinidos, si pueden evitarlo, ante las dificultades que luego encuentran para acomodar su plantilla a la realidad de los mercados si experimentan una caída en la demanda de los bienes y servicios que producen. Este es el origen de la precariedad en el empleo, de las altas tasas de temporalidad y de las dificultades que encuentran algunos colectivos, como los jóvenes o las mujeres, para encontrar un puesto de trabajo. Son muchos los estudios y análisis que han advertido a los líderes europeos de la necesidad de cambiar las cosas si quieren que la UE llegue al pleno empleo. Pero tantos años de proteccionismo estatal han dado lugar en el seno de la sociedad a una cultura de la protección y de los derechos adquiridos que ningún político se atreve a romper.

La última prueba la tenemos en Francia. El contrato propuesto por el primer ministro, Dominique de Villepin, para la inserción de los jóvenes en el mercado laboral tenía mucha lógica económica, pues contenía las dosis suficientes de flexibilidad como para hacer que las empresas se animaran a contratar a trabajadores de poca edad y sin experiencia laboral, ya que podía prescindir de ellos en caso de ser necesario o si los jóvenes no respondían a lo que la compañía esperaba de ellos. Sin embargo, tanto los jóvenes como los sindicatos de izquierda se lanzaron a la calle a protestar contra algo que tiene mucha lógica para defender el estado actual de las cosas, del que los jóvenes demandantes del primer empleo son las primeras víctimas, y han acabado por conseguir que vuelva a imperar la perniciosa lógica del proteccionismo: el presidente de la República de Francia, Jacques Chirac, acaba de anunciar la retirada del proyecto y su sustitución por un paquete de medidas alternativo que, como siempre ocurre en estos casos, va con cargo al bolsillo de todos los ciudadanos.

Francia se manifiesta así, nuevamente, como el ejemplo perfecto de los males del proteccionismo. Las nuevas medidas, aprobadas para aplacar a los sindicatos, costarán al presupuesto francés 150 millones de euros este año y 300 millones en 2007. Un presupuesto que viene lastrado por problemas de déficit público a lo largo de esta década y que el Gobierno galo no consigue resolver, pero se le carga con más gasto público con tal de evitar las protestas y el deterioro de la imagen y la popularidad de los políticos que actualmente ocupan el poder. Mal asunto. Nuestro vecino del otro lado de los Pirineos, además, cuenta con una larga tradición en contra de todo lo que signifique liberalización y flexibilidad de la economía. A mediados de la pasada década, el ministro de Economía francés, el liberal Alain Madelin, tuvo que dimitir a mediados de 1995, a los tres meses de llegar al cargo, porque quiso aplicar un programa para iniciar la liberalización de la economía que, al final, no apoyaron ni siquiera sus compañeros en el Ejecutivo. Pese a los problemas que la economía francesa ha atravesado desde entonces, hoy no solo siguen sin poder aplicarse medidas de ese tipo sino que las únicas que acepta la sociedad son las más absurdas desde el punto de vista económico, como la semana laboral de 35 horas aprobadas durante el mandato del socialista Lionel Jospin, que se llevó de por medio gran parte de la capacidad para competir de las empresas francesas y sumió a la economía gala en una situación de debilidad del crecimiento económico durante la primera mitad de esta década, con una tasa de paro que durante este periodo ha estado siempre en torno al 10%.

Francia pudo mantener su modelo socioeconómico durante buena parte de la segunda mitad del siglo XX gracias a las fuertes inversiones que permitieron aumentar la productividad de las empresas y a que entonces se vivía en un mundo prácticamente bipolar desde el punto de vista económico, con unas cuantas naciones avanzadas, entre ellas Francia, y un grupo muy amplio de países cuyas perspectivas de desarrollo y de competir con los grandes de la economía mundial eran prácticamente nulas. Pero con la llegada de la globalización todo cambió y Francia no ha sabido ni está sabiendo adaptarse a ese nuevo mundo, donde muchos países compiten por las inversiones y el empleo, por hacerse un hueco en los mercados internacionales, que obliga a una revisión en profundidad del modelo social europeo, incluido el francés, que, hoy por hoy, resulta inviable en este contexto. Los resultados de Francia en los últimos años en términos de crecimiento económico y empleo hablan por sí solos.

La retirada del contrato Villepin, en ese sentido, es una mala noticia, tanto para Francia como para España. Nuestro vecino del otro lado de los Pirineos ha vuelto a tomar la senda equivocada para resolver sus problemas laborales y, con ello, ha enviado un nuevo mensaje a un Gobierno español que, temeroso del ejemplo francés y de que aquí puedan repetirse las protestas que han tenido lugar allí en los últimos meses, está preparando una reforma laboral descafeinada, en vez de aquella que necesita la economía española para ser competitiva y seguir avanzando por el camino que conduce hacia el pleno empleo. Así no vamos a ninguna parte, ni en Francia, ni aquí.

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