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EDITORIAL

Grecia o la irresponsabilidad del endeudamiento público

Los políticos griegos creyeron en la cómoda copla keynesiana de que bastaba con seguir gastando para que todo se solucionara, y así les ha ido: la única opción que les queda ahora es aceptar los 45.000 millones que le han ofrecido la zonaeuro y el FMI.

Las crisis son períodos traumáticos porque la estructura productiva de una economía debe recomponerse y esto suele ser doloroso. Fruto de una excesiva expansión del crédito por parte de una banca asistida por el banco central, la crisis consiste en un periodo en el que hay que liquidar los malos activos, amortizar el exceso de deuda, trasladar factores productivos de un lado a otro, abandonar proyectos empresariales que hasta la fecha parecían rentables, asumir que una porción de la riqueza que pretendíamos crear se ha destruido definitivamente...

Es comprensible que mucha gente se sienta incómoda perdiendo su empleo o viendo quebrar su empresa, pero sería un error pensar que, una vez acometidas las malas inversiones, no es necesario cambiar nada. Lo único que cabe hacer es, por un lado, poner los medios para que en el futuro no se reproduzcan crisis como la actual –por ejemplo, limitando la magnitud de los descalces de plazos en los que puede incurrir la banca– y, por otro, facilitar todo lo posible el proceso de ajuste de la economía. De lo contrario, el estancamiento y el progresivo empobrecimiento están garantizados.

Sin embargo, los economistas keynesianos tienden a pensar que basta con tirar de la demanda para que una crisis se convierta en un renovado período de crecimiento. Parten de la base de que no existen malas inversiones a nivel agregado y de que todo problema puede solucionarse instantáneamente sólo evitando que la demanda se desplome. Por ello defienden que cuando los agentes económicos empiezan a ahorrar –a no consumir– con tal de reducir su insostenible apalancamiento, debe ser el Estado quien consuma en su lugar. Si las personas no quieren comprar inmuebles o automóviles, debe ser el Estado quien lo haga o lo incentive; si no es rentable contratar a un conjunto de trabajadores debido a sus elevados costes, debe ser el Estado quien los recoloque en proyectos de inversión pública en los que la rentabilidad es lo de menos; si las Administraciones Públicas ven desplomarse sus ingresos ante la depresión económica, deben recurrir sin dudarlo al endeudamiento masivo para no sólo evitar recortar el gasto, sino a ser posible incrementarlo.

Nada de todo esto contribuye a impulsar una pronta y sana recuperación económica, pero al menos permite a los políticos acrecentar sus poderes, comprar voluntades, dirigir la economía y aparentar estar haciendo algo. La posición pasiva de dejar a las empresas readaptarse a las nuevas circunstancias suele serles incómoda a nuestros prohombres públicos, así que optan por arreglarlo todo a golpe de chequera.

Sin embargo, no habría que olvidar que los Estados no son tan distintos del resto de agentes económicos. Por supuesto, tienen una nota muy distintiva, y es que obtienen sus ingresos no de servir a los consumidores, sino de arrebatarles la riqueza a aquellos que les sirven. Pero dejando de lado ese importante matiz, el Estado tiene unas cuentas que cuadrar: posee unos ingresos que no son ni mucho menos infinitos y ha de hacer frente a unos gastos a los que en ocasiones no pueden renunciar. Si los segundos superan a los primeros, se habrá de endeudar. Y la deuda tiene que devolverse en algún momento, para lo cual deberá conseguir que sus ingresos vuelvan a ser superiores a sus gastos como para ir atendiendo a los vencimientos de la deuda.

Si un Estado está muy endeudado a corto plazo y no tiene forma de generar un superávit presupuestario (es decir, no está dispuesto a asumir el coste social de aumentar los impuestos o reducir el gasto lo suficiente), puede pedirles a sus acreedores que le den una prórroga en el pago, cosa que estarán dispuestos a hacer normalmente a tipos de interés cada vez mayores y, sobre todo, siempre que tengan alguna certeza de que en el futuro el Estado volverá a ser solvente. En caso contrario, lo más habitual será que se nieguen a seguirles prestando dinero a los gestores manirrotos.

Esto es básicamente lo que le ha ocurrido a Grecia: en pocas semanas había de hacer frente a unos vencimientos de deuda de más de 10.000 millones de euros y no tenía capacidad alguna ni para obtener los ingresos necesarios ni de refinanciar tanto dinero en el mercado. Sus políticos creyeron en la cómoda copla keynesiana de que bastaba con seguir gastando para que todo se solucionara, y así les ha ido: la única opción que les queda ahora es aceptar los 45.000 millones que al alimón le han ofrecido la zona del euro y el FMI (30.000 la primera, 15.000 el segundo). Y ello podría ser sólo el principio, ya que el préstamo no cubre ni mucho menos los vencimientos de deuda de los próximos años.

Falta ahora que el Gobierno griego acepte el préstamo y las duras condiciones que se impondrán al mismo. Pero en todo caso no hay alternativa y el ajuste deberá hacerse de algún modo. El coste económico será mucho mayor que si las reformas se hubiesen ido implementando poco a poco: Grecia se enfrentará a medio plazo a subidas de impuestos y a reducciones del gasto público enormes que desde luego degradarán aún más la calidad de vida de sus ciudadanos. No se quisieron hacer las cosas a tiempo, se esperaba que la crisis escampara por la mera recurrencia al déficit público, y ahora están al borde de la autarquía social.

En España deberíamos estar muy atentos de lo que está sucediendo con Grecia. Primero porque demuestra que mantener gigantescos déficits públicos no es la respuesta a adoptar frente a una crisis. Y segundo, porque la situación griega podría reproducirse con España: cada día que pasa sin que el Gobierno cuadre sus cuentas, más se dificultará la recuperación y más duro será el ajuste ulterior. No sólo nos estamos endeudando financieramente, sino también económicamente: el problema no serán sólo los altos tipos de interés futuros, sino el enorme coste en términos de bienestar al que tendrán que hacer frente los españoles con impuestos mucho más altos y rentas mucho más bajas. Todo ello por la irresponsabilidad y los prejuicios de Zapatero.

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