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José T. Raga

Negociar no importa qué

¡Diálogo, diálogo, diálogo...! ¡Siempre diálogo! Un diálogo que nunca llega y que menos aún permite suponer que de él podría devenir algún fruto en beneficio de la sociedad española.

Es una máxima, más bien diría yo que la única máxima, que ostenta de forma ignominiosa nuestro presidente del Gobierno y que nos conduce a la ruina. Muchos, optimistas de nosotros, pensamos que el señor Rodríguez Zapatero, ya se había convertido a la realidad y había asumido que estamos en una crisis económica de la que, aunque diga que es global, él no está exento de responsabilidad por lo que hizo y por lo que sigue sin hacer.

Tres etapas, con un mismo denominador, son de destacar en este viacrucis por el que discurrimos a diario todos los españoles. La primera, que todos recordarán perfectamente, fue la del talante. Zapatero iba a ser otra cosa. Su fingida bondad pública, su apariencia amable, su sonrisa hasta en los momentos más difíciles, incluso en los episodios trágicos, hacían de aquel ZP en sus inicios la esperanza de otro modo de hacer política a lo que se recordaba del socialismo de los GAL, de Filesa, de las nacionalizaciones por vía de expropiación con subsiguiente privatización entre cercanos y amigos...

En todo aquello, que se resumía en el nuevo talante de ese leonés –que tampoco es leonés– que llegaba a la Moncloa había mucho, quizá todo, de careta, de máscara, de farsa y de falsedad. Tan así que las referencias al talante pronto se convirtieron en la chufla nacional, para sarcasmo de los que contemplan el teatro nacional.

Había pues que abandonar el talante y sustituirlo por algo que sonara bien, que se vendiera mejor, y que permitiera seguir enredando a la nación para, sin hacer, aparentar que se hace. Así, la nueva etapa se iba a caracterizar por el diálogo. La apertura al diálogo, sin saber sobre qué ni para qué, sería el nuevo estribillo con el que se adornaría el presunto estadista, hasta el punto de que se dialogaría con necios, con mentecatos y con delincuentes; a lo mejor incluso habría ocasión de dialogar con personas de honesto vivir, pero éstas nunca serían noticia. La apertura al diálogo, algo que nunca se vio de forma determinante en la acción de la realpolitik, sería un eslogan siempre presente hasta en los momentos menos aconsejables.

¡Diálogo, diálogo, diálogo...! ¡Siempre diálogo! Un diálogo que nunca llega y que menos aún permite suponer que de él podría devenir algún fruto en beneficio de la sociedad española y, si ustedes me apuran, ni siquiera para el propio Zapatero; a excepción, eso sí, de su permanencia en el poder, que quizá es lo único que trataría de pretender. Los conflictos internos no existirían si hubiera diálogo; las guerras en el exterior se solventarían con mayor eficacia a través del diálogo; hasta cuando no hay con quien dialogar, en la doctrina ZP el diálogo sigue siendo el instrumento de solución más eficaz para cualquier escenario posible.

Que Venezuela te insulta y te humilla: diálogo. Que Cuba se pitorrea de ti y de la nación española: diálogo. Que Bush, Obama, Merkel, Sarkozy, Blair, Brown, Berlusconi... te marginan como a cualquier chiquilicuatre: diálogo. Un diálogo del que se habla, pero que nunca llega a producirse, porque ni siquiera en quien lo esgrime existe voluntad de dialogar. Además, diálogo, ¿para qué? ¿A dónde se pretende llegar con el diálogo? ¿Hay ideas claras, susceptibles de aproximación entre las partes dialogantes?

Se acabó también la etapa del diálogo sin llegar a ver ningún fruto que no sea la pérdida de tiempo; miren ustedes, si no, la historia reciente del diálogo social entre Sindicatos y Empresarios, con un celestino que actúa como Cupido desde su función de gobernar.

La tercera etapa, la actual, es la que viene presidida por la negociación. Negociación de todo y de no importa cómo ni qué. Se negocia con delincuentes sanguinarios, con secuestradores piratas, se negocia con comunidades autónomas, con ayuntamientos, con partidos políticos y en todas estas negociaciones, el apóstol de la negociación, ZP siempre en condiciones de inferioridad. Parece que le gusta negociar para conseguir ser perdedor. La dignidad, la autoestima, el orgullo que confiere una rica historia no le permiten situarse en condiciones prevalentes o al menos de igualdad con los recién llegados. Quizá es que en la historia no cree y lo de la dignidad se la trae al fresco.

Las tres etapas enunciadas tienen un rasgo común: ausencia de una idea para conducir una acción de gobierno. Igual le da Juana que su hermana. Por ello, en un momento de crisis acepta capítulos de gasto que nunca estuvieron antes, porque ha perdido en la negociación: recuérdese el gasto en traducciones a las lenguas autonómicas que se va a producir en el Senado; se negocia el mayor gasto con ayuntamientos; se negocia con los malversadores de los recursos de las cajas de ahorros; se dan prebendas a los de casa sin posibilidad de saciarles.

Cuando, la única idea que debería de tener, si es que puede tener alguna, es la de reducir el déficit público y reducir también la deuda pública, y, junto a ello, minorar los impuestos y las cargas fiscales en general, para incentivar la economía basada en la iniciativa de quien sí que la puede tener: el sector privado que sabe bien lo que cuesta ganar el dinero y cómo administrarlo adecuadamente. Mientras tanto, el Fondo Monetario Internacional ha debido negociar que la banca está peor de lo que estaba, que nuestra deuda se considera menos solvente que cómo se consideraba, que no se cree los presupuestos zapateriles, y que tiene que hacer más sacrificios para salir del problema en el que se encuentra nuestra economía, quizá la más problemática de los países desarrollados.

Pues nada, señor presidente, a negociar. Y ustedes, queridos lectores y amigos, échense a temblar y no bajen la guardia por lo que pueda pasar.

En Libre Mercado

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