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José T. Raga

La falacia de los rescates

Tanto en los países como en las entidades financieras, el rescate se ha mostrado estéril, por lo que lo mejor hubiera sido dejar quebrar la nación o la institución, que nada habría pasado

Hasta no hace mucho, rescate se identificaba con el desembolso a realizar para redimir al cautivo. Rescate es la suma exigida por el secuestrador para liberar al secuestrado. En la época en que hasta los delincuentes tenían palabra, la eficacia del rescate era máxima. Serían doblones o quizá intercambio del cautivo por quien se entregaba voluntariamente a cautividad. Algunas órdenes religiosas tienen larga historia entregándose sus miembros a cambio de cautivos; estoy pensando en la Orden de la Merced.

El rescate, hoy, es algo diferente. De momento no está en juego la libertad de nadie, ni en el horizonte aparece el secuestrador dispuesto a la captura de quien se ponga a tiro. Eso sí, rescatar hoy también supone entregar dinero a alguien –administrador torpe y quizá fraudulento–, para que siga administrando su cuantía. Hasta ahora, eficacia, ninguna.

Los rescates pagados por las instancias europeas e internacionales a Grecia, lejos de solucionar, han acentuado los problemas preexistentes. Igual final han tenido los rescates de entidades financieras que, sin saber cómo, se han volatilizado sin aliviar su enfermedad.

Tanto en los países como en las entidades financieras, el rescate se ha mostrado estéril, por lo que lo mejor hubiera sido dejar quebrar la nación o la institución, que nada habría pasado y, además, no seguirían ufanos los causantes de tales estragos.

Al ministro de Hacienda se le ha ocurrido una fórmula sencilla: no rescatar a quien no sabe administrar, sino entregar el importe del rescate a los acreedores del llamado a ser rescatado –fundamentalmente Comunidades Autónomas–. Los proveedores de bienes y servicios de éstas, iniciaron hace ya tiempo un goteo de cierres empresariales, consecuencia del impago de las Administraciones. El cierre es la única alternativa cuando el capital circulante de las empresas equivale a las facturas impagadas.

Así, si el dinero para rescatar se le entrega directamente al acreedor, cumplimos varios objetivos: no perdemos el dinero entregándolo a gestores pródigos; colaboramos a la eficacia de un derecho indiscutible, cual es que el acreedor sea pagado bien por el deudor o por alguien en su nombre; y finalmente, evitamos el cierre empresarial con el despido de sus trabajadores que engrosarían las cifras del desempleo.

Que para eso se forme un consorcio de bancos privados, con presencia del ICO, como mediadores financieros, no me merece objeción alguna. Ahora bien, que cuando un acreedor lleva dos años sin cobrar sus créditos, se le pida que haga una quita, reduciendo voluntariamente su cuantía, me parece demasiado; más aún porque, en buen y justo criterio, al principal de crédito deberían añadirse los intereses devengados por el período de demora en el pago. Las quitas son propias de los concursos y, si es el caso, dígase.

Que la necesidad de cobrar y evitar el cierre empresarial le lleven al empresario acreedor a aceptar tales condiciones, es un acto de voluntad semejante al de Alemania suscribiendo el Tratado de Versalles: una voluntad forzada.
 

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