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Mikel Buesa

Tensiones de la España fragmentada

Resulta cada vez más difícil asegurar los principios consagrados en la Constitución, singularmente el de igualdad entre todos los ciudadanos.

Resulta cada vez más difícil asegurar los principios consagrados en la Constitución, singularmente el de igualdad entre todos los ciudadanos.

La deriva institucional de España, especialmente durante los tres últimos lustros, ha conducido a un estado de fragmentación territorial en el que resulta cada vez más difícil asegurar los principios consagrados en la Constitución, singularmente el de igualdad entre todos los ciudadanos y el de unidad política y de mercado. El de España ha dejado de ser el Estado unitario y descentralizado que se diseñó en 1978 para pasar a ser un híbrido de difícil clasificación política en el que los elementos originales de ese diseño se amalgaman con situaciones confederales de hecho y de derecho. No sorprende por ello que, en ocasiones, se apele a la necesidad de que el Estado se dote de instrumentos para asegurar la cohesión territorial, tal como ocurrió en el caso del presidente Aznar en su controvertida intervención televisiva de hace una semana. Y sin embargo hay que añadir inmediatamente que, en realidad, esos instrumentos se encuentran ya definidos en el texto constitucional, aunque su falta de uso, unida a la incuria de nuestros gobernantes para hacerlos valer, los hace ausentes de la práctica política.

Algo de esto es lo que estamos viendo durante las últimas semanas con ocasión del debate sobre el déficit a la carta para las comunidades autónomas; un debate en el que han vuelto a aflorar las que podríamos denominar tensiones de la España fragmentada, con la particularidad de que, en este caso, no se han mezclado con ellas las diferencias partidarias o las pulsiones nacionalistas, pues casi todo el asunto se ha dirimido entre los dirigentes regionales de un mismo partido, que no es otro que el que ostenta el Gobierno de la Nación.

El déficit a la carta es una aportación de nuestro ministro de Hacienda para facilitarle a su jefe, don Mariano Rajoy, un instrumento con el que templar gaitas con la Generalitat de Catalunya mientras se intenta inducir en Artur Mas una reflexión práctica acerca de la inviabilidad política de su proyecto secesionista o, en todo caso, de la conveniencia de dejarlo para mejor ocasión. Tan loable pretensión tiene, sin embargo, el inconveniente de que, más que asentar el Estado, lo que hace es fragmentarlo un poco más, sobre todo porque convierte a algunas de sus instituciones –a los instrumentos de la cohesión, en concreto– en papel mojado.

En efecto, para empezar, el déficit a la carta introduce de tapadillo el principio de bilateralidad en las relaciones entre el Estado y las comunidades autónomas; un principio que resulta inasumible para un Estado que se presume unitario y que, en todo caso, choca con el carácter multilateral del diseño de los instrumentos relacionados con la financiación autonómica –salvo la excepción constitucional de los territorios forales–. Pero es que, además, con él se quebranta el principio de estabilidad presupuestaria que nuestra Constitución ha acogido en su última reforma, amén de que se deja, en la práctica, sin efecto la panoplia de instrumentos con los que el Estado puede obligar a los Gobiernos autonómicos a volver a la senda del "santo temor al déficit" –por emplear la expresión consagrada entre nosotros por el que fuera ministro de Hacienda en el bienio 1872-73, don José de Echegaray–.

El caso es que la Ley de Estabilidad Presupuestaria resulta damnificada con esta pretensión del déficit a la carta. Pero ahí no se para el memorial de daños, pues, como en esto del déficit –de su reparto, para ser más precisos– estamos ante un juego de suma cero, resulta que también se daña la igualdad que la Constitución pretende para todos los españoles al prevenir que no se formen situaciones de privilegio en las entidades territoriales del Estado. Es un juego de suma cero por la sencilla razón de que, a final de año, es el conjunto de las Administraciones Públicas el que tiene que rendir cuentas ante la Comisión Europea y mostrar el cumplimiento agregado del objetivo de déficit que se haya negociado con ella. Por tanto, si una comunidad autónoma suma, con respecto a su Producto Interior Bruto (PIB), un déficit mayor, habrá otra que tendrá que resignarse con un déficit menor. Y de esta manera la primera habrá dispuesto de más recursos que la segunda para hacer frente a los servicios públicos que ambas prestan a sus habitantes. La desigualdad para éstos se encuentra así servida en la bandeja que el ministro Montoro le ofrece al presidente del Gobierno.

Naturalmente, las tensiones de la España fragmentada no se paran ahí, pues quien más quien menos, entre los gobernantes autonómicos, todos aspiran a sacar alguna tajada de este galimatías deficitario. Lo ha dejado claro, para empezar, José Antonio Monago, el inteligente político que dirige el PP en Extremadura y gobierna esa comunidad autónoma. Monago ha exigido compensaciones y, en una conversación discreta con la vicepresidenta del Gobierno que ha tenido lugar en Mérida, le ha sacado a Soraya Sáenz de Santamaría un tren de velocidad alta y un plan de empleo para la agroindustria. No seré yo el que niegue el interés de ambos proyectos para la maltrecha economía extremeña –la de la región de menor nivel de desarrollo, cuyo PIB per cápita es la mitad del vasco o del madrileño y sólo alcanza los dos tercios de la media nacional española–. Pero lo que sí cabe cuestionar es la vía que se ha seguido para obtenerlos, pues ambos deberían haber sido proyectos acogidos al Fondo de Compensación Interterritorial (FCI). Este fondo es una institución constitucional destinada a atenuar las desigualdades interregionales existentes en España; una institución, por cierto, lánguida y maltratada, que apenas cuenta con dinero y, por tanto, apenas sirve al fin para el que fue creada. Los lectores se harán una idea si consideran que el FCI maneja un poco más de mil millones al año; es decir, mueve apenas una centésima parte de los recursos que se ventilan en la financiación autonómica. Y Monago, sabedor de esta circunstancia, no se ha parado a considerar que, en la perspectiva de la fortaleza institucional de España, más hubiera valido exigir el reforzamiento del FCI que sacarse un ferrocarril y unos dineros para los parados en un trapicheo entre políticos.

Ha habido otros dirigentes del PP que han participado en este juego tensional de la España fragmentada. Alberto Fabra, sin ir más lejos, ha aprovechado el debate para vender la idea de que su déficit –o sea, el de la Comunidad Valenciana, que él gobierna–no sería tal si la financiación autonómica fuera igualitaria. Una idea falsa, como sabrán mis lectores, lo que no impide reconocer que en esto de la igualdad, en cuanto a los recursos autonómicos, queda aún un buen camino que recorrer. A su vez, Alberto Núñez Feijóo, desde Galicia, ha exigido una discriminación positiva para los Gobiernos regionales temerosos del déficit, sin pararse a pensar que las discriminaciones, sea cual sea su concreción, tienen un inmediato reflejo en la fragmentación institucional del país. Y, por su parte, Alicia Sánchez Camacho, en una original contribución al freno de los gastos en Cataluña –para la que sigue reclamando un déficit singular–, se ha decantado por excluir de todo tipo de ayudas a los inmigrantes que no acrediten una residencia legal de al menos un año y medio en su región, destrozando de paso los esfuerzos institucionales de España para preservar la igualdad de los extranjeros que viven en ella.

En fin, las tensiones de la España fragmentada parece que sólo pueden resolverse, esta vez según los políticos de la derecha, estropeando aún más las instituciones y haciendo todo más enrevesado y arbitrario. Ello me recuerda aquel pasaje de El laberinto español en el que Gerald Brenan –don Geraldo para los que le conocieron en su periplo por la Alpujarra– observa que

en España los reyes y gobiernos legislan, los siglos pasan, pero los problemas fundamentales continúan en el mismo estado.

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