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Juan Ramón Rallo

En recuerdo de David Taguas

Por eso la rota y apasionada voz de Taguas era tan necesaria: porque para vencer primero hay que convencer. Y Taguas convencía, y convencía para bien.

Por eso la rota y apasionada voz de Taguas era tan necesaria: porque para vencer primero hay que convencer. Y Taguas convencía, y convencía para bien.

David Taguas no dejaba indiferente a nadie, ni a extraños ni, especialmente, a propios. Los propios no entendían sus ideas y muchos de los extraños las rechazaban por esa simple filiación sectaria de oponerte a todo aquello que no venga de dentro de tu grupo. A mí, no adscribiéndome ni a unos ni a otros pero sí hallándome muy alejado ideológicamente, siempre me cautivó su capacidad, habilidad y acierto a la hora de defender durante esta crisis la verdad. Una verdad tan sencilla como generalmente ignorada, a saber: que el ahorro es la base de toda prosperidad, especialmente para una economía que, como la española, tiene completamente abierto el grifo del déficit a la vez que la bañera de nuestra deuda se halla a punto de rebosar (por emplear una de sus más felices expresiones).

Taguas jamás se cansó de reclamar al sector público que cambiara radicalmente de rumbo e hiciera lo poco bueno que podía hacer para no entorpecer nuestra recuperación: dejar de deglutir y de machacar fiscalmente el magro ahorro que conseguíamos amasar. A la postre, nuestra economía sigue adoleciendo de dos problemas fundamentales que están lejos de haberse solucionado y que, mientras sigan enquistados, nos mantendrán colgando del filo de la navaja japonesa: un excesivo endeudamiento público y privado, y un esclerótico modelo productivo que, pese a su mejorada competitividad, es completamente incapaz de reabsorber a varios millones de parados.

Para ambos problemas –para amortizar nuestra deuda y para incrementar nuestra inversión– necesitamos de ahorro. Taguas fue de los pocos que se atrevió a cuantificar la magnitud del capital requerido: 11 puntos adicionales del PIB, hasta lograr que el ahorro nacional represente el 30% de toda nuestra producción anual. No era una cifra que se sacara de la chistera, sino del cráneo de su sentido común: su propósito era amortizar unos 4 puntos anuales de deuda exterior (para dejarla dentro de una década en un nivel todavía alto pero manejable: el 50% del PIB) y aumentar la inversión interna desde el 18% actual al 25%. Sólo de ese modo, amortizando deuda e invirtiendo, tendría España margen de maniobra para despejar definitivamente las dudas sobre su solvencia y para transformar su hoy colapsado aparato productivo.

Mas el objetivo, por razonable que suene, no resulta nada fácil de alcanzar. España no ha conseguido ahorrar desde 1980 más del 23% del PIB y Taguas pedía que, en medio de esta profunda depresión, llegáramos al 30%. ¿Cómo? Por un lado, reduciendo el gasto público en 5 puntos del PIB (de manera que el Estado dejara de dilapidar esa parte de nuestro ahorro privado); por otro, mejorando la tributación sobre el ahorro con el objetivo de que las familias dispusieran de incentivos para ahorrar el equivalente a 6 puntos más del PIB.

Imprescindible y razonable programa de saneamiento el de Taguas, pero tremendamente impopular para una sociedad que, como la española, ha caído presa de la poligámica adicción a la sopa boba del gasto público, a la preferencia cortoplacista del consumo sobre el ahorro, a la oposición visceral a cualquier ajuste salarial y, en general, a vivir de prestado enchufados al crédito barato. Cuatro bodas que no sólo nos han conducido al inexorable funeral del hiperendeudamiento y del desempleo masivo, sino que amenazan con complicarnos un divorcio que, en el fondo, seguimos convencidos de no precisar.

Por eso la rota y apasionada voz de Taguas era tan necesaria: porque para vencer primero hay que convencer. Y Taguas convencía, y convencía para bien. Esta semana no sólo hemos lamentado lo esencial –la pérdida personal– sino lo no menos esencial en una coyuntura tan crítica como la actual —la pérdida de un intelectual que remaba en la dirección correcta: a contracorriente—. Descanse en paz.

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