No se puede gastar dos veces, en el mismo fin de semana, la bala de "si sólo puedes mirar un gráfico hoy que sea éste". Y ya lo hicimos ayer con el Índice de la Abundancia y el debate sobre los recursos. Pero ahora que sólo hablamos de inflación, de materias primas, de las consecuencias de guerra en Ucrania... no está de más que echemos una mirada a los precios en el largo plazo.
El artículo del que tomamos este gráfico es de 2018, con precios reales en EEUU en las dos décadas precedentes. Es decir, sí están afectados por las crisis de 2000 o 2007, pero no por las distorsiones en el corto plazo de la pandemia. ¿Y qué podemos ver? Pues que hay una serie de bienes cuyos precios se han disparado muy por encima de la inflación: especialmente, costes sanitarios y en la educación superior (EEUU tiene un grave problema en los dos sectores). Otros se han mantenido más o menos en línea con la subida media de los precios, sobre todo vivienda y alimentación. Y un puñado se han abaratado: coches, mobiliario, ropa y, sobre todo, los relacionados con la tecnología.
Enfrente, los salarios medios en EEUU han subido algo por encima de la inflación, aunque tampoco se han disparado. Pero esto es importante: si los sueldos se mueven por encima del nivel de precios, aquellos bienes que se mantienen cerca de esa línea o por debajo (el acumulado de la inflación en EEUU es del 55,6% en esos 20 años) son más accesibles al trabajador medio, porque le cuesta menos horas de trabajo adquirirlos que antes.
Pero volvamos a la inflación y la evolución de los precios a largo plazo. No todos los bienes y servicios que aparecen en el gráfico se han movido igual en EEUU que en Europa, pero sí hay ciertas tendencias que podemos considerar casi universales. Lo primero, los bienes manufacturados, sobre todo los relacionados con la tecnología en un sentido muy amplio del término (ordenadores, electrodomésticos, imagen y sonido, etc.) han visto cómo sus precios se desplomaban. Y no hablamos de caídas del 10-20%, sino muy superiores.
Por ejemplo, en términos reales, según la oficina estadística norteamericana, una televisión cuesta ahora hasta un 95% menos que una del mismo tamaño comprada hace 25-30 años. Parece mucho, pero una búsqueda muy rápida en internet nos ha dado unos precios actuales de unos 230-250 euros (alrededor de 40.000 pesetas) por pantallas de 40 pulgadas. A mediados de los 90 no era sencillo encontrar un televisor de 40-50 pulgadas en las tiendas y el que lo quería tenía que pagar mucho por adquirirlo. ¿500.000 pesetas - 3.000 euros? No tenemos una factura de aquella época, pero no parece un precio desaforado teniendo en cuenta lo que costaban entonces los aparatos electrónicos y las referencias que vemos en otros países: por ejemplo, el primer televisor con pantalla plana de Sony llegó a EEUU en 1997 a un precio de 15.000 dólares. Hace catorce años, en 2008, un LG normalito de 32 pulgadas le costó a este columnista más de 700 euros (ahora los de ese tamaño salen por 150-180 euros, cuatro veces menos, y son mejores que aquel). Es la inflación buena de la que no se habla tanto: la tecnología empuja los precios reales de muchos bienes y servicios hacia abajo, haciendo que sean más accesibles para el consumidor.
Porque, además, habría que incluir tres elementos en esta cuenta: (1) las mejoras en las prestaciones de esos bienes, (2) el consumo energético y (3) la inflación media de la cesta de la compra. Así, según el INE, desde 1995 a 2021, el IPC acumulado en España ha superado el 75%. Al final, esa cifra del 90-95% de caída del precio real de una televisión en un cuarto de siglo ya no parece tan exagerada. Como además le sumemos el coste de la electricidad consumida por estos aparatos (que es mucho menor en la actualidad) incluso lo superamos. En realidad, no hay más que ver una película o serie ambientada en los años 60-70: la compra de un aparato de televisión implicaba una decisión similar a la de un coche en la actualidad (algo que se hacía cada mucho tiempo y se pagaba casi siempre a plazos). Luego comenzó el proceso de abaratamiento y mejora tecnológica en el sector; pero incluso así, hasta hace 10-12 años, seguía siendo un gasto muy importante para cualquier familia.
Así lo explicaba el autor del artículo citado anteriormente, Mark J. Perry, del American Enterprise Institute, en 2012:
En 1981, esta lavadora [había una foto junto al texto] se vendía a 359,88 dólares. El salario/hora en EEUU ascendía a 7,42 dólares de media. Esto quiere decir que adquirir la lavadora le costaba al empleado medio norteamericano 48,5 horas de trabajo. Este año [recordemos, 2021] podemos encontrar lavadoras a 299,99 dólares. Como el salario medio ha pasado a ser de 19,79 dólares, al trabajador tipo norteamericano le costaría sólo unas 15 horas ganar lo suficiente como para comprar una lavadora más eficiente y que consume menos energía. Esto es menos de un tercio de lo que le habría costado el modelo de 1981.
Y a todo esto habría que añadir otro elemento importante aunque pase desapercibido: la cantidad de servicios gratuitos de los que ahora disfrutamos y que antes nos suponían un importante gasto de tiempo y dinero. Las prestaciones que nos proporciona nuestro móvil nos han permitido sustituir aparatos que antes debíamos comprar (agenda, despertador, guía urbana...) e información que costaba dinero adquirir (los periodistas saben perfectamente que uno de los contenidos más demandados hasta hace 15-20 años era el de servicio público: desde el horario de los cines hasta el tiempo para los próximos días).
Pero si decíamos que televisores, lavadoras, ordenadores o llamadas telefónicas desde el móvil se han abaratado muchísimo en las tres últimas décadas, no todos los bienes y servicios han reaccionado igual. De hecho, en los países ricos los servicios, sobre todo los ligados con salud y educación, han incrementado mucho sus precios. En parte es normal por sus propias características: un televisor puede producirse en un país con costes laborales inferiores, pero un corte de pelo tienen que hacértelo en tu ciudad. Además, según las sociedades van prosperando, también van dedicando una parte superior de su renta a educación-salud-ocio. Cuando somos más ricos (y lo somos, aunque a veces no lo parezca) estamos dispuestos a pagar más por el servicio premium, aunque sepamos que el resultado tampoco es tan diferente al normal y somos más reacios a cambiar de proveedor de confianza incluso aunque suba los precios (los economistas hablarían de demanda algo más inelástica). Por último, están los extras, un tema que siempre es complicado de incluir en la estadística de precios: un corte de pelo cuenta siempre como un corte de pelo, pero la atención del peluquero, la calidad de su trabajo, la decoración del local, etc. también son relevantes y posiblemente mejores ahora que hace años.
Luego hay bienes relacionados con estos servicios que han sabido aprovechar su particularidad. Un ejemplo de manual (y nunca mejor dicho) son los libros de texto universitarios: por una parte, suponen una cantidad relativamente pequeña dentro del total del presupuesto de un estudiante. Al mismo tiempo, una vez que al profesor los incluye en la lista de su asignatura, son casi como un monopolio legal: da igual que los alumnos piensen que quizás otro libro es igual de bueno, sólo el oficial tiene el índice, los ejemplos y los datos que se usan en clase (y los editores, lo saben; en EEUU, sobre todo, el precio de estos libros es extraordinariamente elevado).
Por último, los que peor lo han hecho, es decir, los que más se han encarecido. Hablamos casi siempre de servicios monopolísticos, protegidos por la legislación u ofrecidos por el Gobierno. Aquí sí, lo que vemos son precios crecientes, menos innovación tecnológica y más estancamiento. Porque ésa es una pregunta muy incómoda: cada vez que se habla de inflación miramos al pollo, el petróleo o la luz. Pero, ¿cuántos impuestos pagamos respecto a hace 20 años? ¿Cómo han evolucionado los servicios públicos? ¿Han mejorado al mismo ritmo que otros bienes a nuestra disposición? ¿Son más caros o más baratos esos servicios intervenidos desde el Estado? En la próxima rueda de prensa, quizás Nadia Calviño pueda responder a todo esto. Porque viendo los datos podríamos llegar a pensar que los especuladores-tiburones de las grandes empresas industriales van a estar ofreciéndonos cada vez más por menos; mientras los bondadosos servidores públicos avanzan en la dirección contraria.