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Domingo Soriano

Más costes e incertidumbre: qué efectos tendrá la sentencia de los 48 días de indemnización por despido

Yolanda Díaz ya ha salido a pedir que no exista un tope en la cantidad que la empresa debe pagar al trabajador cuando prescinde de sus servicios.

Yolanda Díaz ya ha salido a pedir que no exista un tope en la cantidad que la empresa debe pagar al trabajador cuando prescinde de sus servicios.
La vicepresidenta segunda del Gobierno, Yolanda Díaz interviene durante el pleno del Senado, este martes en Madrid | EFE

Hay pocas cosas que echen más para atrás a un consumidor que la incertidumbre en el precio y el miedo a meterse en problemas. El temor a que algo que va a comprar le salga más caro de lo que pensaba o a que la compra se le vuelva en contra y acabe enmarronado por alguna circunstancia inesperada.

Piensen en Uber y los taxis, por ejemplo. Por qué triunfó la empresa norteamericana allí donde nadie lo había hecho. ¿Por los precios? Siempre se pone este ejemplo, pero tampoco eran muchísimo más baratos que los taxis; a veces, incluso eran más caros. Creo que la clave estaba en otro sitio: en la puntuación de los conductores (que aseguraba al cliente que el tipo era de fiar y alineaba bien los incentivos). Y, sobre todo, en el precio cerrado.

El principal miedo de un cliente al coger un taxi era el coste. ¿Cuánto me costará? Decenas de miles de potenciales clientes dudaban y al final no levantaban la mano incluso aunque sí estaban dispuestos a pagar el precio que ellos estimaban que les costaría la carrera. Pero la amenaza siempre estaba ahí: ¿y si me sale más caro? De hecho, desde hace unos años, en Madrid los taxistas ya han igualado esas dos condiciones (lo de puntuar al conductor y lo del precio cerrado antes de subirte) y tengo para mí que eso les hará imbatibles ante su competencia. Yo hace meses que sólo abro la aplicación del taxi: para qué molestarme con las otras si siempre hay un vehículo cerca y el precio cerrado que me ofrecen es muy competitivo.

Pues bien, en el mercado de trabajo, el consumidor temeroso ante los costes inesperados es el empresario. Sí, aunque (mal) hablemos de "ofertas de trabajo" cuando una empresa publica un anuncio en un infojobs de la vida. En realidad, el demandante siempre es el que paga (ya sea ante un mostrador o con una nómina) y el oferente es el que cobra (por vender una silla o por horas de trabajo). Son los trabajadores los que ofrecen sus capacidades y tiempo a cambio de una remuneración.

Judicialización y costes

Todo esto viene a cuento de la polémica sentencia del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña, publicada en enero aunque conocida esta semana, sobre el coste del despido.

Tal y como hemos podido leer, la sentencia avala que en determinadas circunstancias se tenga que abonar al trabajador una indemnización superior a la que marca la legislación (33 días por año trabajado y dos años de máximo en el caso del despido improcedente).

Según nos cuenta EFE, los magistrados consideran que la indemnización legal tasada, inferior a los 1.000 euros, "es insignificante" y se basan en el "cada vez mayor número de sentencias que admiten la posibilidad de reconocer a los trabajadores una indemnización superior a la establecida legalmente" según lo dispuesto en el Convenio 158 de la OIT y en el artículo 24 de la Carta Social Europea".

¿Y qué dice ese artículo 24?: pues establece "el derecho de los trabajadores despedidos sin razón válida a una indemnización adecuada o a otra reparación apropiada".

"Adecuada" y "apropiada" dos términos que en genérico no dicen mucho y que podrían parecer no conflictivos, pero que cuando pasamos al detalle de darle una traducción concreta ya no son tan claros.

En España, el coste del despido siempre ha sido el punto más conflictivo de cualquier reforma laboral. Los empresarios y los economistas más liberales alertan (alertamos) acerca de lo que ese coste supone en el momento de la contratación. Contratar será menos atractivo cuanto más alto sea el coste asociado a esa decisión. Si uno siente que una decisión le ata (o porque tiene prohibido deshacerla o porque le cuesta un dineral hacerlo), será más complicado que dé el paso. ¿Lo del consumidor en la acera preguntándose si levantar la mano? Pues eso, que vemos tan claro cuando nos toca a nosotros, nos parece impensable para una empresa.

Porque, además, las distorsiones de esa indemnización de despido no terminan ahí. Cuántas veces una empresa que tenía que recortar gastos ha acabado echando al más joven o al recién llegado, incluso aunque fuera el más productivo, sólo porque era más barato (por cierto, nota al margen: es lo que le podría haber pasado a la trabajadora de esta sentencia, contratada en 2019, sólo unos meses antes de que llegase la crisis del Covid). Los efectos negativos a veces afectan al propio trabajador: cuántos empleados han rechazado una proposición atractiva de otra empresa por miedo a "perder la indemnización" si cambiaban de trabajo.

Por último, esta la cuestión de la judicialización, que también tiene que ver con los potenciales costes al alza de los que te enteras al cabo de mucho tiempo, pero no sólo. Aquí el principal miedo reside en que cualquier decisión empresarial termine en los tribunales, en un proceso que dure 2-3 años. Que no se sabe cómo acabará (¿me obligarán a readmitir a ese trabajador con el que no quiero contar?) y que drenará recursos y atención que deberían estar centrados en otro lugar (básicamente, en producir más y mejor para los clientes).

Este tema también fue una de las claves de la reforma de 2012, con Fátima Báñez en el Ministerio. En aquel momento, las novedades en el coste del despido fueron dos: se generalizaba el despido improcedente con indemnización de 33 días por año trabajado (antes estaba ligado al Contrato para el Fomento del Empleo aprobado por el último Gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero) y se definían con más claridad las causas de despido objetivo (20 días por año y un máximo de doce meses). Y sí, de algo sirvió. El mercado laboral español fue a partir de ese momento algo más flexible. No mucho, pero algo más. También, desde el principio, hubo informes y análisis de expertos que advertían de que algunos jueces estaban fallando en una dirección imprevista y que dejaba sin efectos algunos aspectos de la reforma.

Normativa

No estamos ante un tema menor. De hecho, cabe preguntarse si es posible en España otra normativa laboral. Y no, no podemos quedarnos en una respuesta que aluda sólo a la posibilidad de aprobar una nueva ley.

Por ejemplo, cuando hace una década, con una tasa de paro del 25% y uno de los mercados laborales más disfuncionales del mundo (entre los países ricos, el que más), se planteó la posibilidad del contrato único, que acababa de un plumazo con esta incertidumbre, surgieron muchas voces que aseguraban que esta figura era inconstitucional. Ya ni se entraba en si la indemnización era alta o baja (porque contrato único podía haber más caro y más barato), el mero hecho de que hubiera una única escala para fijos y temporales se consideró inaceptable.

Y ahí ni siquiera entrábamos en lo más polémico: la posibilidad (que ya existe en otros países de Europa) de que el despido se pueda realizar sin tener que alegar ninguna causa más allá de la no discriminación del trabajador. Ni procedente ni improcedente: despido con unas condiciones tasadas y conocidas por todos, y con un coste fijado de antemano. Por ahí marchaba también la propuesta de la famosa mochila austriaca. Habría que ver si algo así, tan habitual en economías más ricas, pasaba el filtro de los tribunales en España y el de Tribunal Constitucional. No es un tema menor: si ese mercado laboral que algunos defendemos es inaplicable en España, las soluciones se reducen.

A pesar de que en muchos países europeos no existe indemnización por despido. Y de que algunas de las socialdemocracias más avanzadas y con más gasto público tienen mercados laborales muy flexibles: la idea en estos países es proteger al trabajador que es despedido (con formación y posibilidades de reinserción) no obligar al empresario a mantener un puesto de trabajo en concreto que quizás ya no sea productivo. Decimos que, a pesar de que esto es la norma en muchos otros países, en España se asocia protección del trabajador a indemnización por despido. No importan los argumentos económicos que parten de una obviedad: si para tener un mercado laboral sano hubiera que mirar la indemnización... el de España sería el mejor del mundo. Tras medio siglo de normativa basada en complicar el despido y encadenando tasas de paro muy por encima de la media europea, quizás deberíamos replantearnos la solución. Pero no, de nuevo una sentencia equipara protección justa del trabajador e indemnización en el momento del despido.

Por supuesto, la ministra de Trabajo, Yolanda Díaz, ha aprovechado para declarar este martes que "han de ser adecuadas a otro tipo de factores" [es decir, a las razones del cese] y que estas no deben estar "topadas": "Nos centramos en las indemnizaciones, pero tenemos que ver la causa de los despidos". De nuevo, la misma lógica: el empresario tiene que justificar el despido y si no existe una razón (o si al legislador o al tribunal de turno no le parecen suficientes) tendrá prohibido tomar esa decisión o le saldrá carísimo. No vale con decir "mala situación económica" o "no estoy contento con este trabajador", que es lo que haríamos los demás para cambiar de panadería o no volver a llamar al fontanero que nos hizo una chapuza en casa. Las decisiones empresariales están controladas y sujetas a una revisión posterior en los tribunales que puede disparar su coste y que, además, tiene durante años a la empresa metida en un lío jurídico, con todo lo que eso supone.

Costes potencialmente más elevados y mucha incertidumbre. Eso tiene un impacto directo en la demanda. Lo saben los usuarios del taxi... y los empresarios.

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