Tres noticias de esta semana, aparentemente sin relación entre sí, pero mucho más conectadas de lo que parece:
- La primera, Óscar Puente amenazando en redes sociales a una empresa con subirle el canon por atreverse a responderle. Al Gobierno le molesta que Ouigo tenga precios muy bajos e insinúa que está haciendo dumping (un clásico en estos casos); pero lo que realmente sacó de sus casillas al ministro de Transportes fue que la compañía no se quedara callada. Fue ahí cuando no pudo contenerse y estalló en Twitter.
- Teresa Ribera señalando a Repsol por greenwashing y abriendo un nuevo frente en el choque entre el Gobierno y algunas empresas energéticas.
- Sigue el caso del Africa Center de Begoña Gómez y los patrocinios de empresas luego rescatadas por el Gobierno de su marido.
Digo que puede parecer que cada una es de su padre y de su madre. Pero todas tienen un nexo común: el Gobierno decidiendo quién debe hacer negocios en España y quién no.
Estamos todos enredados siempre en la discusión sobre corrupción. Y sí, es importante saber si hay pagos directos a cambio de favores. Pero más allá de la ilegalidad, siempre he pensado que hay un terreno grisáceo que es tan dañino para la economía de un país como la coima directa.
Porque más allá de si se cometió tal o cual ilegalidad en un caso concreto, lo peligroso es la sensación generalizada que todos tenemos de que en España es bueno llevarse bien con el Gobierno de turno (especialmente con éste). Mejor no molestar, mejor pagar, mejor no discrepar... por si acaso. El BOE como fuente de beneficios y pérdidas.
No es un fenómeno exclusivo de nuestro país. De hecho, tengo para mí que una de las causas casi nunca señaladas del estancamiento económico occidental en el último medio siglo es el creciente peso de la política en la economía. Un peso que va más allá de los impuestos o, incluso, de la regulación. Es algo etéreo, pero no por indefinido menos peligroso: la sensación de que el factor político importa. De que no puedes ponerte detrás del mostrador y vender sin más; en el momento en el que una empresa adquiere un determinado tamaño, tiene que empezar a pensar en qué piensan los que mandan.
Por supuesto, hay casos y casos. Energía, ferrocarril y transporte aéreo, los protagonistas de las noticias de esta semana, son segmentos de la Economía especialmente regulados. Ahí nadie se extraña de que el ministro de turno haga y deshaga. De hecho, como muchas veces algunas de estas empresas han jugado al lobbysmo-favoritismo, no nos dan ni pena. No deberíamos equivocarnos. Porque no es una anécdota: en casi todos los sectores, el peligro está siempre ahí. Sólo en las últimas semanas, el Gobierno ha planteado regulaciones nuevas (y potencialmente dañinas) en supermercados-tiendas de alimentación o bares y restaurantes. Con la obsesión de Yolanda Díaz por los horarios y por lo que podemos hacer o no hacer con nuestro tiempo, cualquier día de estos llegará algún globo sonda sobre limitar la libertad de apertura de comercios que algunas regiones como Madrid mantienen desde hace años. Y el Gobierno se enfrentará a cualquier empresario que rechace la propuesta.
Las reglas
No deberíamos normalizarlo.
El papel de la política debería ser el de establecer unas reglas claras e imparciales; y retirarse a una esquina para que las empresas operen con las mismas. La amenaza constante de una nueva regulación es un freno al crecimiento. Casi diría que prefiero una mala ley, pero conocida y estable; que la promesa de un cambio eterno (aunque en teoría fuera para bien) que nunca se termina de concretar del todo porque siempre está abierto a ulteriores modificaciones. Cuántas inversiones se detienen, cuántos proyectos se quedan en el boceto, a la espera de saber qué nos deparará el futuro legislativo. Por no hablar del miedo a que un mal paso con un ministro termine con un castigo en forma de concesión no renovada o reglamento teledirigido.
Además, aunque intuyo que esto es una enfermedad occidental, especialmente europea, no deberíamos consolarnos con la idea de que las habas cocidas se reparten de forma equitativa. El nivel de capricho y arbitrariedad que desprenden las normas españolas se intuye superior al de muchos de nuestros competidores. ¿No somos la Argentina peronista o la Venezuela chavista, en las que para hacer negocios sabes que tienes que pasar por algún despacho? No, no lo somos. Pero tampoco parece que seamos Suiza o Dinamarca.
Un tercer apunte que también nos remite, para mal, a Caracas o Buenos Aires. Dos de los empresarios más señalados por este Gobierno en el último lustro han sido Amancio Ortega y Juan Roig. Me pregunto si una de las cosas que más molestan a nuestros ministros de Zara y Mercadona no es, precisamente, que se hayan hecho grandes sin necesitarles. Es decir, lo que irrita de Ortega y Roig no es que sean ricos y exitosos; eso también les pica, pero tengo la sensación de que no soportan es que lo sean sin tener que pedirles favores o rendirles pleitesía.
Una última reflexión al hilo de las noticias relacionadas con Begoña Gómez. Por lo que hemos leído, Globalia dedicó cerca de un millón de euros en cuatro años al patrocinio del África Center dirigido por la mujer del presidente. Alguien pensará que hablamos de cantidades menores. En las cuentas de resultados de estas empresas, apenas una anécdota. Y sí, una aerolínea no va a quebrar por desperdiciar unas pocas decenas de miles de euros en un patrocinio un poco caprichoso pero que engrasa las relaciones con un Gobierno con el que deseas llevarte bien [Por cierto, nota al margen: incluso si no hay corrupción directa, todo lo que rodea a esta trama es feo, apesta a favores en busca de otros favores].
Pero lo grave no es la anécdota de la factura, sino la realidad del capricho. Esa sensación de que tienes que pasar por el aro o de que, al menos, no te viene mal hacerlo. Esto es devastador a medio plazo. Para la empresa que acepta (porque una vez que comienzas es muy complicado ponerle freno) y para las demás. Porque, además, uno nunca sabe si los 100.000 euros en patrocinios de hoy se convertirán en un par de millones por cualquier otro concepto mañana. Cuando el comisionista pone el cazo la primera vez, lo único seguro es que volverá una segunda. Y los demás, los competidores de la empresa favorecida, se preguntan si invertir en un país en el que no sabes muy bien a qué atenerte. De nuevo los grises, ¿y si no pago? ¿Y si me enfrento al ministro o subsecretario o consejero autonómico? ¿Y si no les gusta la decisión que tomemos? Cuando hablamos de atracción de inversiones o de competitividad o de por qué las empresas españolas no crecen, miramos siempre a las tablas estadísticas sobre impuestos, costes o regulación laboral. Sí, eso también es importante. Quizás alguna vez deberíamos mirar también al Twitter de algún ministro o a las explicaciones de los aludidos sobre lo muy legales (y no corruptas) que son algunas de esas prácticas grisáceas. También ahí encontraríamos muchas respuestas.