Uno de los mitos más persistentes de nuestra era es aquel que reza que vivimos en "la dictadura de los mercados". Nada más lejos de la realidad.
Y no lo decimos sólo por el sector público, que también: en casi todos los países que nos rodean, el gasto público representa el 40% del PIB. Eso supone que una buena parte de nuestra fuerza laboral se emplea o bien directamente con el Estado o en contratas que aquel ha realizado: desde un catering de un hospital a la operaria de una carretera, todos estos empleados se dedican a tareas pactadas al margen de los mecanismos clásicos de la oferta y la demanda.
Además, en muchos ámbitos del sector privado, hay cada vez más gente que se ocupa de cuestiones que no están relacionadas de cerca con el cliente final. Hasta aquí ni siquiera hay un juicio de valor, sino de una obviedad. Más allá de si uno está a favor o en contra, el análisis debe partir de la realidad: la inmediatez (algunos pensarán que injusta, pero ése es otro debate) de la relación productor-cliente no es lo que dirige buena parte de nuestros esfuerzos.
Destrucción creativa
Cuando hablamos de rigideces, falta de información o de la necesidad de un ajuste continuo a una realidad cambiante, lo primero que nos viene a la cabeza es el Ministerio de turno, con el tipo que trabaja tirando a poco y al que es imposible medir su rendimiento final. Pero en el día a día, no creo que haya tanta diferencia con una empresa de 50.000 empleados. Las inercias y las leyes de hierro de las grandes organizaciones se cumplen tanto en una como en otro.
Sí, hay un matiz: la disciplina del mercado. Lo que nos dice la teoría es que el Ministerio incapaz no sólo no desaparecerá, sino que quizás reciba presupuesto extra; enfrente, una empresa muy ineficiente debería acabar en el cementerio de las pérdidas y la quiebra. Lo que deberíamos preguntarnos es si esto último sigue siendo así. Tengo para mí que, pocas veces en los últimos dos siglos, la destrucción creativa schumpeteriana ha estado menos activa que en nuestros días. Hay muchos motivos, pero el principal es la regulación, que supone una barrera de entrada brutal para los nuevos. Y no sólo para que inicien su actividad, sino para que crezcan y reten de verdad a los ya establecidos.
Hay muchas cosas en las que una gran empresa es más ineficiente que una pequeña; también otras en las que tiene ventajas, como las economías de escala. Pero lo que siempre hará mejor es luchar con la burocracia. Por costumbre (conoce a la perfección las leyes existentes, que en ocasiones ha ayudado a redactar) y por coste (pocos aspectos en los que esas economías de escala sean tan relevantes como los administrativos).
En este estado de cosas, somos más previsibles. Vivimos en una economía más estable, especialmente en Europa. Quizás incluso con apariencia de ser más segura. ¿Cómo un Ministerio? No tanto, pero acercándonos. Y claro esa seguridad llega a costa de menos novedades.
¿La solución?
¿Se intuye alguna solución en el horizonte?
Lo primero es saber lo que se impondrá. Porque vivimos dos tendencias que empujan en sentido contrario.
- (i) La autonomización de la fuerza de trabajo. ¿Todos freelance cada cierto tiempo, sale algún estudio que dice que entre los jóvenes la relación laboral prolongada es menos atractiva (apunte: en España, es complicado ver si esto es cierto; las distorsiones de nuestro mercado laboral son tan exageradas que aquí el suelo es el empleo fijo, fichando y con mucha indemnización).
- (ii) La consolidación de enormes mastodontes corporativos. Unos con conexiones políticas para regular en su favor. Otros con buena parte de su facturación ligada al Presupuesto. Y en los dos casos, la rendición de cuentas que tradicionalmente ejercía el cliente no está ni se la espera.
Ahora que, tras el Informe Draghi, está todo hablando de productividad, este asunto debería estar en primera línea del debate. Cómo hacer que los funcionarios (los oficiales del Ministerio y los extraoficiales de alguna de esas multinacionales de 100.000 empleados) trabajen más, sean más productiva. Cómo hacer que su tarea esté enfocada en satisfacer a un cliente-contribuyente alejado; y no centrada en solventar algún proceso interno que sólo sirve para marcar con un tick verde una casilla de Excel.
Quizás en parte por todo esto, en las últimas semanas menudean artículos que mezclan temas muy relacionados con este asunto. De hecho, aunque parecen tangenciales, en realidad se ocupan de la misma cuestión: teletrabajo, remuneración, productividad, etc... Aquí, un informe de Arcano en el que aseguran que el teletrabajo reduce sustancialmente la productividad (según sus cifras, volver a la oficina la mejoraría por encima del 10%). En segundo lugar, un artículo en The Wall Street Journal en el que comentan la tendencia, muy presente a cobrar un porcentaje cada vez mayor del sueldo en variable. El tercero, alrededor de la polémica tras la publicación de las estadísticas que aseguran que los empleados públicos cobran hasta un 25% más que los privados. Y este sábado había una manifestación ante el Congreso de interinos, que protestaban por el abuso que hacen las administraciones de esta figura: tienen razón al mismo tiempo que defienden una causa perdida; la interinidad es la única forma que han encontrado nuestros políticos de gestionar mínimamente esa necesidad de flexibilidad que tiene cualquier organización compleja.
Si lo miramos desde una cierta distancia, el tema común en todos estos asuntos es cómo pagar para igualar sueldos-condiciones con productividad. Mi sensación es que estamos dando palos de ciego, porque no vamos a la raíz del problema. Por ejemplo, ¿se puede dar más flexibilidad en el teletrabajo? Sólo a cambio de una flexibilidad total en la relación laboral. Hablar de si nos podemos permitir trabajar desde casa o de si debemos ir uno o dos días a a la semana en la oficina sin hablar del coste del despido es absurdo. Y, por eso mismo, en la función pública, ni de broma salvo casos muy excepcionales.
En lo de la retribución flexible, más de lo mismo. Los bonus siempre me han dado mucho miedo. Son una de las expresiones más acabadas de la Ley de Goodhart, ésa que nos recuerda que debemos tener mucho cuidado con el uso que hacemos de las estadísticas, porque lo que era un buen indicador cuando se tomaba con un ánimo puramente analítico, se convierte en inservible (y potencialmente dañino) cuando se plantea como objetivo. Pagarle a un comercial por incrementar la facturación parece lógico; hasta que ves al tipo vendiendo lo que sea a pérdida con tal de cobrar el bonus del trimestre. Y sí, luego pones parches al primer diseño, que suelen ser rodeados más o menos a la misma velocidad.
De nuevo, la solución es el mercado. Que el cliente final decida casi cada día si quiere renovar o no la relación con cada uno de sus proveedores. Y, como esto es imposible, acercarnos a ese escenario: que la tendencia sea hacia más rendición de cuentas, no hacia menos. Los incentivos siguen importando. Hace ya casi noventa años, Ronald Coase (uno de los grandes genios semi-desconocidos, para el público en general, del siglo XX) nos explicó que tenía sentido que las empresas forjasen una relación estable con sus empleados, en vez de acudir al mercado laboral cada día para renovar los acuerdos. La intuición era genial, aunque a los empresarios no les hacía falta que se lo explicasen; ya sabían por experiencia que los costes de negociación, formación, intercambio de información... derivados de la asignación de tareas de forma individual eran mucho más elevados que las rigideces que se adquirían al formalizar relaciones estables. ¿Cuántos empleados y cuántos proveedores? ¿Cuánto hacer internamente y cuánto contratar fuera? Esto siempre fue un equilibrio inestable, sin una respuesta fija y siempre con ajustes constantes en función de los costes internos y externos. ¿Inestabilidad-dinamismo? ¿Respuestas cambiantes? ¿Ajustes constantes? Nunca definiríamos así la economía europea ni la española. Eso sí, luego nos preguntamos cada día cómo hacer que los funcionarios (públicos y privados) trabajen más.