
Como estamos todos enredados en el tema de las pensiones o las ayudas al transporte público, ha quedado en un segundo plano una de las mejores noticias de los últimos cinco años: la derogación del decreto antidesahucios, esa norma nefasta que se aprobó en pandemia en teoría para sortear durante unos meses una situación de emergencia y que llevaba ya casi un lustro en vigor.
Esto apenas ha estado en los medios (con algunas muy honrosas excepciones, como mi compañera Sandra León) y la mayoría de los españoles no es consciente de lo que supone. Pero en mi opinión, es la norma más peligrosa del sanchismo. Sí, sé que hay muchas otras candidatas al título. Pero incluso aunque asumo el daño institucional que este Gobierno está causando en otros asuntos (de la Justicia a la separación de poderes, por no hablar de intervencionismo en el ámbito empresarial), me inclino por la política de vivienda como el peor legado de Sánchez&cia.
Porque lo que el Gobierno ha venido aprobando todos estos años (con el apoyo de sus socios, incluidos partidos como Junts o el PNV, que le tendrán que explicar esto a su base electoral) es la consolidación de una nueva clase social protegida: la de los tramposos, los aprovechados, los mentirosos... Ellos dicen "vulnerables", pero es mentira. Aquí la clave no es tener mucho o poco dinero. Eso nos puede pasar a cualquiera. La relevante es cómo te comportas una vez que estás en esa situación de necesidad y qué soluciones buscas (o te busca el Estado, si se supone que ésa es su labor).
Hasta ahora, para ser beneficiario de ayudas públicas o de algún tipo de protección social, se requería que estuvieras en esa posición de necesidad. Con este decreto lo que el Gobierno dictaminó es que el único requisito necesario era que traicionases a quien en su momento te alquiló su vivienda. Y, claro, lo han logrado.
De nuevo, retrocedamos al covid y a 2020: lo que pudo tener sentido durante unos meses (es discutible si era la mejor solución incluso en aquellos momentos, pero hoy no entramos en eso), lo pierde por completo en el momento en el que se cronifica. Y aquí la pregunta no es si se debe ayudar o no a una familia que pase por dificultades económicas. En primer lugar, porque para eso nos dicen que está el Estado: presumir de un "escudo social" que tienen que mantener erguido y financiado los particulares es un paso más en la miseria moral de nuestra clase política. Me vanaglorio con enormes campañas de publicidad institucional de defender a los que peor lo pasan... pero el que sufre las consecuencias (y los costes) es el ciudadano de a pie que por casualidad es el casero. O el dueño de la vivienda okupada o sus vecinos.
Además, el problema de la muy mal llamada política "social" siempre es el mismo: la propia definición de la ayuda supone un incentivo para caer en la categoría que da derecho a esa ayuda. Los economistas lo tenemos claro: si pones un impuesto a algo (ya sea el tabaco o el empleo) tendrás menos de ese algo; y si pones una subvención a otra cosa (ya sean los paneles solares o ser familia vulnerable) tendrás más. Los incentivos importan.
Incentivos
Por eso, lo del decreto anti-desahucios es tan importante: es una norma que incentivaba a sus supuestos beneficiarios a comportarse de forma miserable. ¿Miserables por no poder pagar el alquiler? No, eso nos puede pasar a cualquiera. Lo que está mal es todo lo que el Gobierno ha promovido a partir de ese momento.
Entre gente normal, lo que ocurre cuando unos inquilinos no pueden pagar el alquiler es que traten de llegar a un acuerdo con su casero. A veces éste es más comprensivo y otras menos. Pero la ley no debería ponerse de un lado u otro. ¿Que no es justo que te echen en 24 horas del lugar en el que vives por un retraso de unos días en la renta? Nadie está hablando de eso: no pasaba antes ni pasará ahora, tras la derogación del decreto. De hecho, hay múltiples soluciones y plazos que garanticen que el propietario recupera su vivienda en un período razonable y que el inquilino tiene un margen para organizarse. ¿Quince días? ¿Un mes? ¿Dos meses? ¿Tres meses? ¿Una semana por cada año de residencia en el inmueble? Cualquiera de estas opciones valdría, siempre que prime la seguridad jurídica y el cumplimiento del contrato.
Porque no podemos olvidar que, como en cualquier otro contrato, hay que proteger lo fundamental, aquello alrededor de lo que gira el acuerdo. En este caso, una parte se compromete a ceder su vivienda; y la otra, a pagar la renta. Lo demás es accesorio y puede ser discutible, pero precio-plazos de pago-disponibilidad de la vivienda... eso no puede tocarse. Si lo haces, te cargas la esencia del pacto.
Volvamos al Gobierno y a su decreto. En términos prácticos, lo que este garantizaba es que, si te declaraban vulnerable, podías quedarte en la vivienda durante todo el tiempo que quisieras, incluso si no pagabas (de hecho, la cosa llegaba tan lejos que incluso tenías que pagarle al inquilino luz, agua o gas si él no lo hacía). Las consecuencias eran previsibles: los que ya eran gentuza vieron la puerta abierta para aprovechar su condición. Y muchos que no lo eran, y no lo habrían sido en circunstancias normales, se deslizaron por la peligrosa pendiente del mal (es lo que pasa cuando la ley se pasa al lado oscuro).
Los relatos de los dueños afectados son historias para no dormir. Desde parejas en las que uno se empadronaba en otro municipio para que los ingresos de la unidad familiar no llegasen a los 1.800 euros de renta que era el límite de la vulnerabilidad; o los que se pasaban a la economía sumergida para que esos ingresos no computasen; hasta inquilinos que solicitaban una y otra vez la declaración de vulnerable: aunque no se la dieran, si unos días antes de la expulsión volvías a hacerlo, se detenía el proceso en un bucle kafkiano para el propietario.
Porque estar en una situación "vulnerable" no es un blanco o negro. Una familia sin ingresos puede tener unos pequeños ahorros de los que tirar para evitar el impago de la renta o ir tirando mientras vuelven a encontrar un empleo. O puede que no tenga nada de patrimonio, pero quizás los abuelos dispongan de un par de habitaciones libres. O puede que el hermano de uno de ellos tenga una casa en el pueblo en la que vivir durante unos meses. O quizás no tengan para pagar ese alquiler, pero sí uno más barato.
Podríamos seguir pensando en alternativas de todo tipo. Y sí, es evidente que cualquiera de esas soluciones es horrible y a ninguno nos gustaría vernos en esa tesitura. Pero la pregunta es quién debe buscar la opción menos mala: el inquilino que no puede pagar o su casero, que la única culpa que tiene es la de haberle alquilado en el pasado su vivienda. De hecho, si nos ponemos en modo mental izquierda intervencionista y decidimos que necesitan ayuda, entonces deberíamos exigir que aparezca el Estado, que nos dicen que precisamente para esto nos cobra impuestos.
Lo que hizo este Gobierno es decirle al inquilino que no sólo no tenía que buscar una solución sino que, cuanto peor estuviera, mejor le iría. También les dio herramientas a los malos (a muchos que lo eran originalmente y a los que comenzaron a comportarse así cuando vieron que era lo más rentable) para beneficiarse de una norma injusta. Y los malos se multiplicaron, como no podía ser de otra manera. Ahora dicen que quieren recuperar el decreto. Es el sueño de la extrema izquierda, una sociedad disfuncional en la que la propiedad privada pierde su protección y en el que las conductas asociales no son penalizadas, sino premiadas. Durante cinco años, la tuvieron.