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Domingo Soriano

Una supernanny para el BCE (y otra para Sánchez)

El famoso "whatever it takes" de Mario Draghi en 2012 iba acompañado de una segunda parte, en la que instaba a los gobiernos a impulsar las reformas.

El famoso "whatever it takes" de Mario Draghi en 2012 iba acompañado de una segunda parte, en la que instaba a los gobiernos a impulsar las reformas.
El vicepresidente del Banco Central Europeo, Luis de Guindos, durante su intervención este martes en Pamplona en los Cursos Europeos de Verano. | EFE

Los que tenemos hijos aprendemos pronto que no hay nada más absurdo que las amenazas vacías. Ya sea por excesivas, del tipo "si te portas mal, tiro todos tus juguetes a la basura"; o porque al final te dan pena y no cumples lo que aseguraste que harías, ese "te quedas sin ver el Madrid-Atleti"... pero luego le dejas verlo porque pobrecito. Ya lo decía la Supernanny: los niños no son tontos y acaban convirtiendo en un juego lo que para los padres es una lucha agotadora. Si dices algo, lo cumples: mejor que tenga una consecuencia menor, pero que se ejecuta, a lanzar una apuesta de todo o nada que todos sabemos que terminará olvidándose.

Y lo más cercano a un niño es un político (o un votante): cero responsabilidad entre sus actos y el impacto que estos tienen en sus vidas; siempre hay un salvavidas que lo rescate incluso cuando lo hace todo mal; tendencia a prometer lo que sea por los cinco próximos minutos de felicidad; recuerdan hasta el menor de sus logros y olvidan de forma instantánea cualquier error por grave que sea...

Todo esto viene a cuento de unas declaraciones de Luis de Guindos, el otro día, en unos curso de verano. "Si va habiendo una normalización de la actividad económica en paralelo, tiene que haber una normalización de los estímulos fiscales y monetarios", dijo el ahora vicepresidente del BCE y exministro de Economía: "No puedes mantener esos estímulos extraordinarios más de lo necesario porque, si no, se puede estar ayudando a empresas de forma artificial que solo subsisten como consecuencia de esas ayudas y no gracias a su actividad económica".

Yo le escucho y me imagino a Pedro Sánchez, en Moncloa, apartando la verdura y diciendo "¿me perdonas este trozo?", a ver hasta dónde puede conseguir.

Nos olvidamos a menudo, pero el famoso "whatever it takes" ('lo que sea necesario') de Mario Draghi en el verano de 2012 iba acompañado de una segunda parte en la que instaba a los gobiernos a usar la ayuda del BCE para impulsar las reformas. Si tienen tiempo, pueden echar un vistazo a las ruedas de prensa del italiano entre 2012 y 2019, cuando fue sustituido por Christine Lagarde. No se lo recomiendo (es un ejercicio tirando a aburrido), pero comprobarán como en todas ellas, casi sin excepción, Draghi repetía el mismo discurso. Algo del tipo "la ayuda del BCE no puede servir de excusa, en realidad tiene que ser un estímulo para ser más ambicioso en la política fiscal y en las reformas estructurales".

El problema siempre fue el mismo: con sus actos (dinero gratis e ilimitado a los gobiernos) el BCE desmentía sus palabras (esto lo hacemos para obligaros a hacer reformas, si no lo hacéis, podríamos replantearnos nuestras medidas y retirar la ayuda). De hecho, no era sólo una cuestión retórica, sino práctica: dar dinero gratis y sin ninguna exigencia no sólo no servía para facilitar la toma de decisiones difíciles, sino que ayudaba a postergarlas sine die. España ha sido un ejemplo de manual de esta dinámica perversa: sólo hicimos algo entre la primavera de 2012 y el verano de 2012, cuando la prima de riesgo nos recordaba cada día lo frágil de nuestra posición.

Así, entramos en un peligrosísimo círculo vicioso, para el BCE y para todos los países de la Eurozona: (1) te doy dinero para ayudarte a corto plazo a cambio de que tomes medidas que te permitan sostenerte por ti mismo a largo plazo; (2) pero ese dinero en realidad paraliza las reformas y te hace cada vez más dependiente de mi ayuda; y (3) al final la retirada de estímulos cada día se antoja más complicada, porque esa mayor dependencia acrecienta el miedo a un desplome repentino si no estoy detrás. De hecho, esta semana el propio De Guindos acompañó su aviso de retirada con tantos matices -gradual, paulatina, acompasada- que ya no se sabía si amenazaba o suplicaba.

También es verdad, pensará alguno, que llevamos así una década. Por qué no seguir otra más. El problema es que nunca se sabe dónde está el límite del capricho consentido. Uno más parece que no importa, pero el acumulado es insostenible. En este caso, lo que está empezando a agitar las aguas es el repunte de la inflación, aunque la chispa podría prender por todo tipo de motivos, desde un cambio de Gobierno en Alemania u Holanda a un choque por el reparto de los fondos de recuperación.

Mi apuesta es que veremos, entre 2025-27, una reedición de 2015. Un país ahogado por las deudas y obligado a hacer recortes; recuperación europea débil tras la crisis del Covid, algo que genera tensión en los mercados y el correspondiente cabreo en los votantes del norte y del sur; y desconfianza entre los socios por las promesas incumplidas (unos, enfadados porque se retiraron las ayudas que parecían eternas; y los otros, enfadados precisamente porque se tomaron como eternas las que en teoría eran medidas excepcionales).

Y la tensión de siempre entre el miedo a romper el euro o a expulsar a alguno de sus miembros (lo que sería peligroso en el corto plazo, pero lanzaría una señal de firmeza) y renovar la patada p’alante de la mediocridad sin fin. En 2015 fue Grecia, ¿a quién le tocaría esta vez?

El BCE y el resto de instituciones comunitarias están atrapados en su propia red de amenazas vacías. Han dicho tantas veces lo mismo que, por un lado, nadie les cree. Y por el otro, el día que cumplan su palabra, se lo echarán en cara. Es como ese niño que, el día en que sus padres se cansan y ejecutan el castigo más absurdo (ese al que nunca se debería haber llegado), los mira con más cara de asombro que de enfado. Como si pensara: "Cómo hemos llegado hasta aquí, si yo hubiera sabido que os ibais a poner así, no lo habría hecho... pero como nunca hacíais nada". Y el caso es que los niños no parecían odiar mucho a la Supernanny cuando entraba en su casa. Intuyo que había algo de pose televisiva y de montaje en esas escenas finales de la familia jugando feliz porque ya se habían resuelto todos los conflictos. Pero incluso así, uno apagaba la tele y pensaba "a ver si soy capaz de cumplirlo". Un par de días te duraba el entusiasmo.

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