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Manuel Fernández Ordóñez

La absurda Agenda 2030 es incapaz de ayudar los pobres

¿Ustedes creen que en Burundi, Malawi o Sudán del Sur están preocupados por la gestión ecológicamente racional de los productos químicos cuando apenas tienen qué comer?

¿Ustedes creen que en Burundi, Malawi o Sudán del Sur están preocupados por la gestión ecológicamente racional de los productos químicos cuando apenas tienen qué comer?
Persona sin hogar | Pixabay/CC/Jackie_Chance

Una de las cosas más perniciosas para el progreso de la humanidad es la autocomplacencia occidental. Si lo unimos a la falaz superioridad moral de la cultura Woke tenemos un caldo de cultivo de mucho rédito para las autoproclamadas élites intelectuales, responsables de la Agenda 2030 y otras cosas peores. Políticas que han conseguido atrapar a los países más pobres en una suerte de ilusión en la que todos creemos estar arreglando el mundo y, en realidad, no estamos consiguiendo prácticamente nada.

Allá por el año 2015 los "líderes" internacionales, en su afán por justificar que hacían algo por los pobres del mundo, fijaron en el seno de las Naciones Unidas los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS). Se trataba de 17 objetivos de buenismo bienintencionado con los que nadie puede estar en desacuerdo. ¿Quién no desea acabar con el hambre en el mundo o con la pobreza? ¿Quién no desea que el trabajo infantil desaparezca o que todos los niños del mundo tengan acceso a una educación de calidad? El problema no son los deseos, el problema es la ejecución de las estrategias para que éstos se hagan realidad.

La Agenda 2030 fue la continuación de los Objetivos de Desarrollo del Milenio (ODM), que pretendieron algo similar en el periodo 2000-2015. Pero las diferencias fueron abismales. Los ODM sí consiguieron un avance significativo como, por ejemplo, reducir la mortalidad infantil en un factor muy considerable. Los ODM consistieron en ocho objetivos que fueron capaces de concentrar los esfuerzos en lo primordial, permitiendo conseguir avances de gran calado. Los ODS, en cambio, son una serie mucho más amplia de 17 objetivos con 169 metas, muchas de las cuales son ridículas e irrelevantes para los países pobres.

Hay metas que son auténticos brindis al sol como "de aquí a 2030, lograr el empleo pleno y productivo…" o "de aquí a 2020, lograr la gestión ecológicamente racional de los productos químicos y de todos los desechos…". ¿En serio? Si no ha habido pleno empleo en España desde que tengo uso de razón, ¿cómo vamos a pretender que haya pleno empleo en todos los países del mundo para 2030? Del mismo modo, el año 2020 ya pasó y estamos lejísimos de conseguir la gestión "ecológicamente racional de los productos químicos". Y lo que es peor, ¿ustedes creen que en Burundi, Malawi o Sudán del Sur están preocupados por la gestión ecológicamente racional de los productos químicos cuando apenas tienen qué comer, viven en chabolas y cocinan en el interior de sus casas quemando excrementos secos de animales?

El profesor y ecologista danés Bjorn Lomborg acaba de publicar su nuevo libro "Las mejores cosas primero" en el que nos explica todo esto que acabo de comentar y cómo los ODS son un intento fallido de prometer todo a todo el mundo, como si los recursos fueran infinitos y no tuviéramos que preocuparnos de establecer prioridades. Y por eso no estamos consiguiendo nada. A medio camino entre 2015 y 2030, los resultados de la Agenda 2030 son paupérrimos, especialmente para los pobres del mundo. ¿Por qué? Porque hemos dispersado la atención y hemos perdido el foco de lo importante. Hemos puesto 169 metas, muchas de las cuales son absurdas e inoperantes para ayudar a los más pobres.

Por eso Lomborg, junto a decenas de especialistas (incluidos varios premios Nobel), lleva años analizando qué objetivos son óptimos para el desarrollo y cuáles nos darían los mejores resultados invirtiendo la misma cantidad de dinero. Han sido capaces de destilar una lista de 12 objetivos ordenados por prioridad y han concluido que deberíamos concentrarnos en cosas como erradicar la tuberculosis y la malaria, tratar las enfermedades crónicas, invertir en salud maternal y de los recién nacidos, vacunación infantil, transferir tecnología para la agricultura o mejorar el comercio internacional, entre otras. Según sus estimaciones, invirtiendo 35.000 millones de euros anuales, conseguiríamos salvar 4,2 millones de vidas al año y hacer que la mitad más pobre del mundo fuera 1 billón de euros más rica cada año. Y esto lo conseguiríamos con solo el 3% de los que nos estamos gastando en políticas climáticas.

Sin embargo, continuamos dando palos de ciego con políticas que no llevan a ningún sitio. El mundo ha perdido el rumbo y Occidente, en particular, lleva demasiado tiempo perdido. Creemos que nuestros problemas cotidianos tienen la misma relevancia que los problemas de otros seres humanos en el planeta. Y no es así, desde hace siglos. Cada año, el mundo rico se gasta casi 150.000 millones de euros en pienso para sus mascotas y 112.000 millones de euros en cosméticos y maquillaje. Con menos de un séptimo de ese dinero, salvaríamos millones de vidas y sacaríamos a millones de personas de la pobreza. Nuestros perros viven infinitamente mejor que muchos niños de este mundo… y a la gran mayoría no parece importarle lo más mínimo.

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